Opinión Nacional

El suicidio de la izquierda

De una bibliografía y hemerografía tan profusa, variada y naturalmente contradictoria, además del carácter y verbo extraordinario que lo distinguen, el entrevistado no es una presa fácil de acechar. Muy recientemente, se ha atrevido Ramón Hernández con “El suicidio de la izquierda. Conversación con Domingo Alberto Rangel. Del Che a Chávez” de Ramón Hernández (Libros Marcados, Caracas, 2010), complementado por un buen índice onomástico y temático.

Lo entendemos como un esfuerzo de actualización sobre un ya viejo y convencido militante marxista que, inevitable, contrasta dramáticamente con aquellos que se creen venerables constructores de una distinta experiencia socialista, aunque no sepamos o dudemos de sus credenciales morales y política en la Venezuela que cursa.  He acá el principal mérito de la obra, además de enunciar algunos aspectos de interés conceptual o teórico, pareciéndonos obvia la ausencia de novedades testimoniales.

Importa la aparición de la revolución cubana y la singular recepción que tuvo en nuestro país, pero también la reivindicación de una insoslayable institucionalidad de la democracia representativa, sin dudas de interés. Y, a pesar de las diferencias, el reconocimiento de fondo que hace de Rómulo Betancourt, hartamente caricaturizado por el actual régimen, incluyendo el intento descalificador hecho  frente a Rangel, sesgadamente entrevistado por uno que otro pasquín progubernamental (por ejemplo: http://www.debatesocialistadigital.com/entrevistas/a209/marzo2 009/domimgo.html).

Destaquemos una relevante conclusión: la inexistencia de las guerrillas en la década de los sesenta, calificada de invención irresponsable, añadida la denuncia de un Douglas Bravo que jamás combatió en uno de sus frentes  o la significación que pudo tener – luego – Argimiro Gabaldón, “el único guerrillero con pasta de caudillo”  (20, 32, 51, 157). Acertando en una tarea que es más de historiadores y literatos que de políticos, en torno a la derrota insurgente,  observa que Hugo Chávez, el “vocero y brazo armado del fascismo militar” para escándalo de los pasquines en uso, es “una consecuencia directa e inevitable del fracaso de la lucha armada” (52, 169 ss.). Por cierto, más ordenanza que soldado (158), confirmando ciertos comentarios biográficos que se deslizan en los pasillos.

El mes próximo,  se cumplirán 50 años de la fundación del MIR y, aunque fue tratado en la que suponemos fue una larga y reiterada sesión,  merecía una mayor y más profunda consideración. Sobre todo, por el desenlace final de la esperanza, aspiración o proyecto socialista que albergó también en el adecaje de los cuarenta.

De respuestas muy largas que pisan el terreno del ensayo, Rangel incurre en el delito de reivindicación de un capitalismo que no cabe en los burdos y maniqueos esquemas del oficialismo, apunta expresamente a los boliburgueses (él que un día lejano, radiografió a los oligarcas del dinero), señalando como mercenarios a Ramonet, Chomsky y Monedero. Luce más importante Asdrúbal Baptista que el incomprensible Rigoberto Lanz, pero lo mejor es el dictamen de sinceridad en el emirato en el que nos hemos convertido: “Hay que subir el precio de la gasolina” (113), permitiéndose una extensa y valiosa consideración sobre Brasil, al igual que la (des) industrialización, tema que le ha consumido no pocas horas de estudio, con propuestas sistematizadas por  José Francisco Jiménez Castillo (“Domingo Alberto Rangel en la Venezuela del siglo XX”, Mérida Editores, Caracas, 2005: 304 ss.).

“Toda revolución es una parábola”, refiere Rangel (27), insistiendo en una devoción trotkysta que aterriza en el anarquismo como “nuevo paradigma” (171). Cifrada la esperanza, más que la certeza, en una insurrección popular de la periferia hacia el centro caraqueño (60),  descartado el marxismo-leninismo, extraña el poco tratamiento que ha hecho de Gramsci. Corrector del estalinismo, propiciador de una ruptura epistemológica con el marxismo tradicional (Jiménez Castillo: 129 s., 216, 252),  parecerá un sujeto incómodo, por indócil y estudioso, a los monumentales teóricos del socialismo incierto de la hora.

Finalmente, ojalá Hernández compile todas las entrevistas de la serie llamada “El país como oficio” que publicara en el diario “El Nacional”, por los ochenta. Nos sigue pareciendo un maestro de las entrevistas cortas, frente a las más largas que hiciera Alfredo Peña, por citar un caso.

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