El subsidio del gran inquilino
Contrastando con décadas anteriores, los venezolanos pagamos – irreversible y puntualmente – impuestos como el IVA: es de suponer que, al hacerlo, el gobierno debe garantizarnos un mínimo deseable de seguridad personal, una vialidad en buen estado y la prestación adecuada de los servicios públicos. Por lo demás, dormimos sobre un inmenso depósito de petróleo y gas que decimos confiar a unos – altamente – asalariados del Estado para que lo administren de la mejor forma posible. Agreguemos que hemos permitido la solicitud afanosa de préstamos para ayudar un poco más al desenvolvimiento de todos en el presente, endeudando a las generaciones futuras. Diremos que sencillamente pagamos nuestro arrendamiento por nacer y habitar un país que independizamos con mucha sangre y voluntad, intentando no perder la esperanza ante las posteriores guerras y escaramuzas civiles a las que sobrevivió.
Ocurre que el pago del canón de arrendamiento que de un modo u otro hacemos los venezolanos, no significa más que el riesgo de recorrer las calles y de escondernos en nuestras propias casas, hacer acrobacias entre el pavimento lleno de cráteres para no lesionarnos o dañar el vehículo, resignándonos al despilfarro de lo que tenemos y no tenemos: vale decir, no tenemos nada a cambio. Sin embargo, quien dirige el Estado lo tiene todo e, inconsultamente, el gran inquilino dispone desde Miraflores la adquisición milmillonaria de armas y de bonos en el continente, el obsequio de prendas históricas, la construcción de hospitales y la inversión desventajosa en empresas allende el mar, y considera un acto de lesa majestad que le pidan cuentas, por lo que –en lugar de rendirlas – se despacha una jornada anual de entretenimiento de varias horas ante un parlamento que designó a dedo.
No requerimos de una elaborada teoría jurídica para caracterizar el contrato leonino que suscribió la mayoría del país en 1998 y, luego, no se ha podido resolver ni siquiera invocando un vicio sucesivo y electrónico del consentimiento. Realmente pagamos el arrendamiento del gran inquilino que nos tiene a todos como los arrimados que, unas veces, pretende distraer con el juego de luces de la sala principal, y, otras, amedrentar con los perros amaestrados de su jardín. Faltaba un detalle: el impuesto de mendicidad, pues, convertidos en una sociedad de sobrevivientes, también nos llama a cancelar directamente todas sus negligencias e insensibilidades.
Se supone que, por pequeña que sea, una porción de nuestros impuestos debe destinarse a la recuperación de aquellos venezolanos sumidos en la más escandalosa indigencia, no sin añadir el pago por la investigación de aquellos que simulan su situación para dar ocasión a una red mafiosa que ha hecho del dolor humano la peor de las mercancías. Empero, deambulando por doquier, prácticamente nos obligan a una donación directa y forzada, equivalente a un tributo adicional y perverso a favor del gran inquilino que igualmente se vale de nuestros sentimientos: podrá decirse que hay un subsidio intangible de nuestras creencias para quien, por más que proclame las suyas enfundado en el traje y los artefactos de marca que dice aborrecer, se desentiende olímpicamente de la suerte del vecindario. Y, así, más que por una convicción ética, estamos obligados a socorrer al inmenso contingente de las víctimas de una política económica y social estrepitosamente fracasada, negándose a aceptar que no hay mejor socorro que cambiar – precisamente – a quien lo hizo posible: el gran inquilino que subsidiamos.