Opinión Nacional

El socialismo del siglo XX

1 Imposible ponderar cabalmente la diabólica malignidad del tecnócrata gringo, seguramente un genio de origen centroeuropeo con cubículo en el MI, que envió a Ronald Reagan el memorándum que proponía arrastrar a la desaparecida URSS a una nueva, última, definitiva carrera armamentista ­la Guerra de las Galaxias ­, en la certeza de que la Rusia Soviética estaba ya en fase terminal.

«Etapa de inmovilismo social» lo llamaba la jerga oficial soviética y culpaba de ella, entre otras cosas, al gusto de los adolescentes soviéticos por la decadente música del rockero de New Jersey, Bruce Springsteen. Hablo del tiempo que siguió a la aventura militar rusa en Afganistán y que tiñó de universal «gris burocrático» la era de Leonid Brezhnev, fase terminal del comunismo ruso. El hecho cierto es que, a mediados de los 80, la economía toda de la URSS estaba irrecuperablemente jodida.

«Arrastrémosla a un último, exigente duelo ­sugería el memorándum ­ en el terreno del desempeño estrictamente económico; forcemos a la URSS a aceptar un desafío de cuyos preparativos no pueda salir viva.» Este reto fue, al final de los finales, todo lo que Occidente precisó a fines de los 80 para ser testigo de la glasnost, de la desaparición de sindicatos en Polonia y de las libertarias noches que congregaron en la Wilhelmstrasse a la regocijada multitud que, empujando desde ambos lados, demolió el Muro de Berlín en 1989.

Contra lo que durante medio siglo sugerían los paroxismos de la retórica de la Guera Fría, los cazas interceptores de la OTAN no tuvieron que cambiar un solo disparo con los Mig 29 del pacto de Varsovia para acabar con el comunismo en el planeta.

La gente ­incluso los agentes de la «Volkspolizei», los odiados «vopos»­ se iba de Alemania Oriental, caminando, en romerías desafiantemente jodedoras y risueñas y cantoras, atravesando los bosques que la separaban de Austria y eso fue todo: Alemania Oriental se derretía literalmente ante los ojos de sus tiranos: la población los abandonaba, se trasgredían todas las convenciones de una democracia popular: la gente dejó de ir al trabajo, de comprar los tickets del Metro, de pagar en las tiendas, de hacer colas, de usar la moneda local.

Se fueron caminando, simplemente, hartos de Honekker y su gerontocracia. A pie se fueron muchos, como se iría todo el mundo de La Habana o Sagua La Grande u Holguín si Cuba no fuese una isla.

2 Los jerarcas comunistas alemanes orientales se vieron de pronto, como en la canción de El Puma, «dueños de qué, dueños de nada». Y no les quedó más remedio que acogerse a un artículo ­el famoso artículo 19­ de la Constitución de la Alemania Federal.

Dicha provisión permitía a cualquier Estado de la antigua Alemania Oriental «pasarse» a la Alemania Federal con tan sólo manifestar formalmente tal deseo. La disolución de la RDA y su absorción por la economía de mercado de Alemania Federal y de la UE, bien que costosa, consumió, administrativamente hablando, menos de 18 meses.

Así terminó la vitrina alemana oriental de la utopía social igualitarista más paradójicamente inhumana, junto con el nazismo, que cristalizó en el siglo XX.

Lo que vendría después en la URSS y el resto de los países del llamado Pacto de Varsovia es ya irreversible historia. Nadie lucha en aquellos países por el regreso al comunismo.

3 Es un hecho probado que, no sólo para el capitalismo en la etapa que Marx quiso caracterizar teóricamente, sino también para una economía de planificación centralizada, el desarrollo económico requiere, para su despegue, acumular originalmente un capital inmenso.

Es cierto también que la URSS logró acumularlo en los primeros quinquenios estalinistas, pero al precio de hambrunas y deportaciones colectivas cuyo saldo de ciudadanos soviéticos muertos supera varias veces en cifras absolutas a las víctimas del Holocausto.

Pero no es menos cierto que los efectos del bloqueo internacional a la URSS durante los primeros años 20, los costos de la 2ª Guerra Mundial, sumados a los de subsidiarlo todo durante la llamada Guerra Fría ­el pan,la mantequilla, el papel de envolver y el de imprimir, la energía y los ferrocarrriles, la proverbial ineficiencia del Estado en el mundo socialista, los tanques T-74 del Pacto de Varsovia, los coros y danzas de Ucrania, los festivales de la juventud, la carrera espacial, la versiones «Lada» del Fiat 124, el ballet Bolshoi, las colecciones de las obras expurgadas de Marx, Engels, Lenin y Stalin producidas por las ediciones en lenguas extranjeras de Moscú, la industria petrolera y pesada rusas, tan degradadoras del ambiente como corruptoras de la moral de sus gerentes, el equipo olímpico de levantamiento de pesas, las aburridísimas cinematografías búlgaras y rumanas que tanto le gustaban a mi amigo Rodolfo Izaguirre y, last but not least, el fardo de financiar durante 40 años el fracaso económico de la Cuba de Castro y las guerras de liberación nacional que siguieron a la descolonización en África y Asia­ fueron concurrentemente desastrosos para la economía soviética.

La generación de Marx no alcanzó a ver en vida el «derrumbe capitalista» que se anunciaba, según ellos, en las crisis de 1848, 1857 y pare usted de contar cuántas cícliclas crisis han presagiado, aunque sólo en la imaginación de los marxistas, el fin del capitalismo.

La generación de Yuri Andropov fue, en cambio, testigo del hundimiento de todo lo que Josef Brodsky llamó con justiciera sorna «la civilización soviética».

El comunismo no sólo no resultó viable: no alcanzó siquiera a cumplir un siglo, medida de tiempo que, mitológicamente al menos, tanto hace por vindicar una idea, así no valga diez centavos de mugre como idea.

Con todo, persisten Marta Harnecker y su «izquierda después de Seattle», por citar una irrisión de esa izquierda que se define a sí misma como «posmoderna» sin ofrecer siquiera un amago de explicación, así sea metafísica, de por qué la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se fue a la mierda para siempre jamás.

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