El socialismo como revancha
1.-
De entre los personajes de El Día Que Me Quieras, que con resonante éxito el Grupo Actoral 80 acaba de re-estrenar el pasado sábado 9 en la sala # 1 del Celarg (Av. Luis Roche de Altamira), el de Plácido Ancízar entraña un reto singular para el actor porque la tentación de hacer de Plácido una caricatura costumbrista es muy fuerte.
Lejos de ello, Basilio Álvarez, quien lo aborda en esta puesta en escena de Juan Carlos Gene, nos ofrece algo muchísimo más difícil de cristalizar en escena: ni más ni menos que un estudio en «caracterología política» del venezolano.
Plácido Ancízar no es, sin embargo, un fiel creyente del dogma marxista–leninista, como sí lo es su hermana María Luisa.
Para irnos entendiendo digamos que Plácido simpatiza con las ideas socialistas de Pío Miranda, el novio crónico de su hermana, del mismo modo desasido, sincrético y caribe con que los venezolanos nos decimos católicos:
«Sin creer ni dejar de creer», diría mi tía Margot.
Plácido Ancízar es igualitarista, pero eso no hace de él un demócrata en el sentido republicano, en la acepción tolerante de la voz «demócrata».
A Plácido lo animan también emociones justicieras, cómo no. Pero la separación de poderes, la noción del debido proceso, la idea de un Parlamento bicameral o la necesidad de un Poder Judicial independiente con seguridad se le antojan, en el mejor de los casos, una engañifa leguleya, ni siquiera una abstracción ilustrada.
Igual que para la mayoría de sus compatriotas de hoy día, Plácido se figura la justicia más bien como un episodio terminal, tajante, situado en el borroso futuro. La justicia para Plácido es cuestión de ajuste de cuentas: una voltereta retaliatoria, no un dispositivo institucional perdurable, pactado para zanjar diferencias y asegurar la convivencia ciudadana.
2.- Igualitarista y justiciero, bajo el vellón de caraqueño cordial que es Plácido, bajo esa «placidez» de Plácido nos acecha, sin embargo, un violento.
Con unos tragos de más, el servicial y correcto Plácido es capaz de escarnecer a sus propias hermanas en presencia de extraños y hacernos creer que es un buen tipo: habla con sorna de la desdicha conyugal de Elvira. «¡Cuida ese virgo, Matilde!» es su santo y seña. Lo dicho: un violento.
Provisionalmente desarmado, aplastado por una dictadura feroz (la del general Gómez) hasta el nivel de la aquiescencia y la zalamería, Plácido es esencialmente un violento premoderno.
No es el menor de los logros de esta obra de José Ignacio Cabrujas disponer que fuese Plácido Ancízar el interlocutor político de Pío Miranda, el marxista dogmático.
Pío Miranda es el epítome de la mediocridad y de los resentimientos envueltos en máximas de redención social: un saco de yute lleno de aire, sostenido por un autocomplaciente supremacismo moral.
Pío es el izquierdista amarguete y «bueno para nada» que hay en toda familia venezolana. Si yo no supiera que Héctor Manrique, el actor que lo encarna, es un sujeto en extremo despabilado y talentoso y, para hacerme un juicio, me ciñera exclusivamente a lo que hace y dice en cada función de «El Día Que Me Quieras», diría de él que es el perfecto protocomemierda de izquierda latinoamericano.
Por eso, por inactual aguafiestas, Pío escoge justamente la noche
de 1935 en que Carlos Gardel – «el primer latinoamericano trascendental desde San Pedro Claver» – honra con su visita el hogar de las Ancízar para emprender una fuga concubinaria con María Luisa, a quien ha prometido un Canaán en la hoy desaparecida URSS.
Hasta el telón de boca sabe que el destino de la pareja será languidecer en una pensión de mala muerte en la Caracas de Juan Vicente Gómez.
Característicamente, Plácido no se opone del todo al rapto sino que, en el mejor espíritu conciliador venezolano, les propone un aplazamiento hasta, por lo menos, la partida de Gardel. «Yo no era nada, Pío –dice, amistoso– antes de que tú me entregaras esta iluminación [se refiere a la plusvalía].Y ahora veo a Pimentel [su jefe] en la oficina y me digo: ay, Pimentel… ay, Pimentel… y me preparo, calladito, agazapado para el día de la cosa… cuando Pimentel me vea entrar en la oficina, en 1947, supongo, suponte, con la ametralladora en la mano…
¿Qué es esto, Ancízar? Porque así me va a decir… ¿Qué es esto, Ancízar?
Ay, Pimentel… ay, Pimentel.
– ¿Cómo sabes que será en 1947?
–No sé. Siempre he pensado que será en 1947.
3.- Plácido, como tantos venezolanos cuya voluntad política fue cortejada por la izquierda desde los años 30, entiende y «simpatiza», pero calladito, agazapado: aplaza «el día de la cosa» hasta por lo menos 1947. Plácido no es un «homme de systéme», como lo quisiera Pío. Lo de Plácido es la consigna populista – «dame, dame, dame; toma, toma, toma» y, sobre todo, la posibilidad de un desquite. En el socialismo, prefigurado por Plácido, todo es «clara y contundentemente distinto», porque «todo es de todos…» –Tú vas por la calle –dice Plácido, puesto a explicar la circulación de bienes de consumo en la utopía cotidiana– y se te antoja… qué sé yo… queso… chuleta, capricho… y entras en el mercado, de lo más formal… y pides: dame, dame, dame… «¿Y por qué te voy a dar?» Porque soy un hombre y pertenezco al género humano… y tengo hambre… Toma, toma, toma… ¿No es así, Pío?
Un empujoncito y Plácido se trasmutaría en un adeco «uña en el rabo» de 1945 – «el día de la cosa» cayó 18 de octubre, apenas dos años antes de lo pronosticado por él–, con todo y metralleta obtenida en la célebre repartición de «máuseres» que hubo en el cuartel San Carlos.
Si alcanzó a vivir lo suficiente para hacerle violencia electoral al status quo en 1998 –los personajes teatrales son en extremo longevos–, los instintos de Plácido Ancízar lo llevaron a votar por Hugo Chávez. «Los otros también robaban», diría hoy si le mostrasen un boliburgués chavista «premium de 18 años», a bordo de un BMW.
Lo que me pregunto es si se inscribiría en el PSUV después de estas últimas semanas de pre-estreno del socialismo del siglo XXI.