Opinión Nacional

El silencio que aturde a los inocentes

Escribo, quizá por desdicha, para el estrépito de silencio que aturde a los inocentes. Con la cicatriz que deja la ausencia de unas calles que siguen allí, como para impedirnos olvidar lo que una vez fuimos, apareciendo vacías, nos empeñamos en recordar que hace apenas unos meses montones de gente en razas diversas entretejidas, rebasaban caminos suspirando coraje y esperanza.

Apenas una bandera ya raída en uno que otro balcón parece negarse a desparecer y pende como retrato de lo que pudo haber sido la libertad renovada. Cacerolas escondidas cultivan el rechazo a la presencia del omnipotente y omnipresente.

El liderazgo profesional se diluye en excusas y aparece como una suerte de necesidad imprescindible y rígida ante los abucheos del espectador que abandona la plaza trastornado.

El marco político se dibuja confuso y la opción de dar un viraje al futuro ya convertido en presente se esfuma. Un diciembre indiferente, la parálisis de moradores que callaron y cedieron y otro conjunto de convencidos por dádivas otorgadas a cambio de una fidelidad dudosa lo permiten.

Y la vida sigue. Y el país que teníamos y que nos empachaba de bienes que desconocimos, se desmorona ante nuestra mirada perdida o impotente.

Y con el destino a cuestas se queman las naves para un regreso jamás pensado. Nos despedimos de nuestras raíces con el dolor compartido entre el alma y el equipaje. Dejamos atrás las reuniones del domingo para lanzar dardos mezclados de whiski a un gobierno televisado cuyo discurso escuchamos, a escondidas, para revisar si acecha nuestro entorno o el de nuestros hijos.

La pesadumbre abate la incógnita que nos convierte en hijos de la amargura. Los antepasados intentan renacer en un papel para el salvoconducto. El mobiliario donde amamantamos, atesorado durante años, se transforma en unos pesos que nos permitan sembrar raíces en cualquier parte que nos acoja.

Un machete con botas arranca la historia de treinta, cuarenta, cincuenta años de vida que se borran para escribir de nuevo en algún idioma desconocido y ajeno. Pero la libertad lo vale, nos repetimos. Aunque dejemos la piel y la vida entera, hablamos de la travesía de la esperanza que desarraiga el pasado.

La familiaridad con la muerte evita la marcha nocturna hacia la evasión momentánea de la cotidianidad. El hastío de vivir en un despotismo acelerado nos enmudece bajo el calor de la cueva hogareña.

Nada pareciera llenar el vacío que pesa como una roca en nuestras conciencias y en nuestras espaldas. Como para enmendarnos, sintonizamos el noticiero que a boca de fuego bombardean los responsables de la desgracia. El tema de moda es una ley que no necesita venias por ser hija del bienhechor, del siempre vencedor, jamás vencido.

Y la vida sigue. Ya no son tan importantes las importancias pasadas. Los presos y los perseguidos, los exiliados, vivirán sus existencias armando un rompecabezas de causas que los llevó a su destino.

Y en Venezuela, los que se quedaron, los que no quieren y los que no pueden irse, junto a los malos de siempre, se debatirán los sesos estratégicamente planeando el próximo movimiento para seguir o salir del ‘proceso’ según sea el caso.

Y mientras tanto, el país pierde la pintura y los números de la jornada no alcanzan para la registradora del supermercado. Y así, con tal panorama a la vista, los directores de orquesta dirigen violines en auditorios vacíos.

Entretanto, las lágrimas y la cólera inundan las entrañas. Y los nietos se marchan, y los hijos nos dejan para escribir novedades desde lejos y alegrarnos en su lectura, por ahora.

Mientras, los rumores que llegan, y los que armamos, nos dan hilo para tejer el tema que asoleamos en carnaval.

En el ínterin, el tráfico nos absorbe y pensamos en las cuotas del carro que manejamos, acabado de adquirir. Llegamos a casa y prendemos el computador para seguir en la lucha cibernética de los valientes afligidos. Para imbuirnos en el estrépito de silencio que aturde a los inocentes.

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