Opinión Nacional

El reyezuelo mentiroso

“Observa que los más tontos son los que más mienten”, le escribió Lord Chesterfield a su hijo el 25 de septiembre de 1747. Que 266 años después esa sencilla verdad tenga la prístina pureza y la irrebatible certidumbre de entonces, dice cuánto acertaba Lord Chesterfield al prevenir a su hijo frente al mentir. Sabiéndolo inteligente, no dudaba en pensar que no incurriría en el pecadillo de los brutos, pero nunca está demás señalarlo: sólo los más estúpidos pueden afirmarse en la mentira, pues la verdad termina siempre por imponerse. Y el mentiroso en el estercolero.

Aún así: hay mentirosos a quienes el talento, la gracia o el encanto ayudan. Mienten y hacen del mentir un sabroso ejercicio, como para que Horacio, el sabio latino considerara que la suya sea “splendide mendax”, una mentira espléndida. Un personaje de Tirso de Molina, el lacayo Gascón de El celoso prudente, lo dice con gentileza: “No hay cosa más provechosa como un discreto mentir”. Se refería, obviamente a esas mentirijillas piadosas, como decirle a una horrible mujer de las que sirven al régimen que es donosa o a un cojitranco castigado por el destino, como el insepulto, que caminaba con galanura.

Pero la mentira sin vuelta es la de los más tontos. Como las del susodicho que se mueve por el mundo en busca de quien le crea sus mentiras. En primer lugar, porque como también dice el refranero, “las mentiras tienen las patas cortas”. Así el mentiroso mida dos metros y se mueva con botas de siete leguas. No van más allá de la esquina sin que se las descubra. Y el tonto mentiroso, está demostrado, no suele tener la prodigiosa memoria que sería necesario para poder mentir con prudencia: olvida que ha mentido y contradice el martes lo que afirmó con vehemencia el lunes. Fue otro romano, Quintiliano, el que previno “mendacem memorem ese oportet”, el mentiroso debe tener buena memoria. Corneille, el maravilloso dramaturgo francés lo escribió en su obra El mentiroso: “il faut bonne mémoire apres qu’on a menti”: se precisa buena memoria después que se ha mentido.

Pero fue Víctor Hugo el que al pensar en el sentido y significado de la mentira dio en el corazón del asunto. Vale la pena reproducir in extenso el texto de Los Miserables en que se refiere a la mentira y saca las consecuencias que suelen derivarse de que un país de noble corazón caiga, por tropiezos de inesperadas circunstancias – lo sobrevenido, dicen los memos – en manos del más tonto y mentiroso de sus ciudadanos, como en efecto: “La mentira es lo absoluto del mal. Mentir poco no es posible; el que miente, miente en toda la extensión de la mentira; la mentira es precisamente la forma del demonio. Satanás tiene dos nombres: se llama Satanás y se llama Mentira”. A quien dude acerca de la veracidad de la cita, que abra Los Miserables y vaya al primer capítulo de la parte VII de la primera parte. Se topará de frente con el rostro del malvado.

Francia cayó por razones “sobrevenidas” en mano de uno de esos idiotas mentirosos, el emperador Napoleón III, sobrino del genial Napoleón Bonaparte, pero idiota, estúpido y mentiroso como todos los memos herederos de grandes hombres, y del que Lord Palmerston, en dos ocasiones Primer Ministro del Reino Unido precisamente durante el reinado del bobo que tropezó con un reino sin tener arte ni parte expresó una de las más brutales verdades jamás dichas de un estúpido poderoso: “ese hombre miente hasta cuando no dice nada”. Como uno que nos ha sobrevenido en maldita hora, mentía hasta cuando callaba.

Este interregno – “periodo durante el cual un Estado no tiene soberano” – travestido de sexta república, sobrevenida en republiqueta por mor de un infortunio, ha tenido la extrema desgracia de caer en manos de un mentiroso contumaz, cuyas capacidades intelectivas cabe deducir por el tamaño de sus mentiras. El vulgo decidió en un momento de extrema lucidez bautizarlo como toripollo, nada mítico animal del imaginario popular venezolano, que pone en una gigantesca cabeza un diminuto cerebro. Es tan mentiroso, que hasta resultaría gracioso si sus mentiras no pretendieran aherrojar a un gran pueblo, valeroso y honrado. Pretendió haber discutido – lo que ya era imposible para un mentecato como él hacerlo con un caudillo de tomo y lomo como aquel, así hubiera estado en sus cabales – durante cinco horas con un hombre que si existía – lo que estará en duda hasta que se destruya su castillete de mentiras – lo hacía en estado agónico, conectado a un tubo y muy probablemente en absoluta inconsciencia. O condenado a oír sandeces sin poder mover un solo músculo ni mostrar su disgusto con un mínimo rictus. Dijo que se ejercitaba para mantenerse en forma, probablemente cuando ya había expirado y estaban en proceso de encerarlo, llegando al extremo de afirmar sin el menor empacho que presidía reuniones de gabinete, cuando había cerrado sus ojos para siempre. Mientras el mundo seguía andando.

Afligido por el cerco de la verdad que lo acosa, el reyezuelo mentiroso y su corte de mentirijillas encargan a su ministro de desinformación – un Goebbels bigotero y pequeñajo que miente, pero sin ninguna gracia, pues amén de estúpido y desangelado es soporífero – que macule el nombre de nuestro candidato y le eche en cara tanto muerto, tanto desastre y tanta destrucción como sea posible. El Yago de la fábula, que no puede mentir más porque es la mentira en patas, es un ex teniente enriquecido en las brumosas cloacas del régimen, posiblemente el más mentiroso porque el más malvado de cuantos se despedazan por la herencia.

Para referirse al mentecato sobrevenido nada más certero que la oscura verdad de Lord Palmerston: ese hombre miente hasta cuando calla.

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