Opinión Nacional

El retorno de los brujos

Hay dos peligros que amenazan al mundo, decía Paul Valéry: el orden y el desorden. En ese horizonte, flotando a lo lejos, se divisa la nave de la democracia: moviéndose a tumbos entre uno y otro. Los antiguos llamaban democracia a un régimen totalmente incompatible con los criterios modernos para definir a ese régimen, pero en su núcleo estaba (y permanece con nosotros) la idea radical de los griegos: el poder compartido. Ahora diríamos: el poder distribuido, contrabalanceado, repartido. Que nadie tenga todo el poder.

Pero los albores del siglo XXI nos agarran con un retorno de los personalismos, ahora reloaded con las inmediateces comunicacionales. El cesarismo mediático se perfila como el modelo político de más alto retorno. Lo lamentable en nuestro caso no es tanto padecerlo sino presenciar su difusión mundial. A mano está el episodio Betancourt: en medio de esa triangulación cesarista que forman Sarkozy, Chávez y Uribe, se teje una red de intrigas shakesperiana (incluyendo el “teatro dentro del teatro” que deja en el mayor de los ridículos al elástico concepto de “ayuda humanitaria” y su parafernalia no sólo venezolana sino planetaria) que, más allá de las bienvenidas consecuencias para el destino de la paz en Colombia y al margen del valor de la decisión política que Uribe tomó, convoca un cierto friíto en el espinazo de quien quiera apartar los árboles para ver el bosque.

En definitiva, le tocará a Uribe tomar otra decisión categórica: apostar a la institucionalización del proceso político y al fortalecimiento del pluralismo, o consolidar el personalismo que ha traído paz y una relativa prosperidad a Colombia. Francia no tardará en experimentar una crisis amplificada de las primeras reacciones alérgicas al cesarismo sarkoziano en ocasión de su peculiar telenovela conyugal, lo que terminará planteando el conflicto mayor, que es cómo llevar a cabo las urgentísimas reformas del aparato estatal francés y de la relación entre el estado y la sociedad, sin una figura como Sarkozy, negación de ese espíritu republicano que proclama la tradición francesa y que ya parece exhausto.

No hay nada nuevo que decir sobre nuestro César tropical, pero sí sobre la atmósfera que cunde en estos días. Como si hubiera tenido lugar una especie de brusca oxidación de las aspiraciones de la sociedad, se ha producido una suerte de parálisis por inamovilidad. Parece que se estuviera cumpliendo un objetivo estratégico del gobierno: hacer patente que la destrucción de las instituciones ya ha sido consumada a tal punto que sólo queda la costumbre. La costumbre que protege de los cambios, en definitiva, y que frivoliza el juicio. Lo que están mostrando los procesos candidaturales, en cualquier rincón del espectro político, es que la enfermedad personalista (como las psicosis maníaco-depresivas) tiene demasiada satisfacción secundaria y se extiende masivamente. El partido de gobierno no es más que un instrumento de interpretación y puesta en práctica de la voluntad del presidente. Ni es un partido ni es de gobierno, pues. Y en el caso de los partidos de la oposición, persiste el complejo mítico, la antipolítica para decirlo rápido, que les impide ejercer eficazmente el liderazgo y la autoridad en su propio seno. Toda decisión política tiene un costo, y el buen político es el que estima correctamente tales costos y los asume responsablemente. No es correcto confiar en que la mano invisible de la necesidad puede tomar esas decisiones a última hora; si se examinan los grandes episodios de fracaso de la oposición en estos años, habría que destacar no tanto las malas políticas sino la falta de responsabilidad como el mayor de los pecados. Lo que está planteado hoy en el panorama de la oposición es una maqueta del panorama nacional: un combate entre las fuerzas institucionalizadoras, débiles aún, y los impulsos personalistas que buscan apoyos aluvionales con un estremecedor grito de guerra: “O yo o nadie”.

Ni con el orden del dedo todopoderoso, ni con el desorden del espontaneísmo providencial, se puede transitar el camino que nos espera.

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