Opinión Nacional

El referéndum, el paro y Altamira

Fernando de la Rúa, el ex presidente argentino, se derrumbó luego de manifestaciones mucho más pequeñas que las protagonizadas por el pueblo frente a Hugo Chávez. Los déspotas que gobernaban los antiguos países socialistas de Europa oriental, quedaron pulverizados ante movilizaciones y protestas civiles escuálidas, si se comparan con las que se han producido aquí en Venezuela desde el 23 de enero pasado. Esas concentraciones, unidas a los paros y demás protestas, en cualquier otro país habrían sido suficientes para que el Gobierno, con su jefe a la cabeza, se desmoronaran. Sin embargo, en este país Chávez y la camarilla que lo rodea se limitan a descalificar la oposición. Niegan la magnitud de la protesta opositora con un cinismo que provocaría envidia en Pedro Estrada, el temible jefe de la Seguridad Nacional durante la época de Pérez Jiménez. Para el Teniente Coronel su sobrevivencia como Presidente está por encima de los intereses del país. Para justificar su visión personalista y caudillesca del poder, apela al lenguaje cataclísmico de la década de los 60. Habla de revolución, critica al “neoliberalismo salvaje” y se declara enemigo de las injusticias sociales, como si cuatro años como Presidente no fuesen suficiente para evidenciar su fracaso e ineptitud, precisamente en una etapa en la que él llega a controlar todas las instituciones de la nación y en la que ingresan al Fisco más recursos financieros que en cualquier período similar anteriormente.

El único gesto que denota que reconoce la fuerza real de la oposición democrática, es el haberse sentado a la Mesa de Negociación y Acuerdos presidida por César Gaviria. La existencia de esa Mesa -a la que el oficialismo llama de “diálogo” a secas, como si pudiese así desvalorizar sus alcances e implicaciones-, refleja que a pesar de la “virtualidad” de las manifestaciones de la oposición, Chávez está acosado por una disidencia social y política, cuyo poder ya sólo puede negar como parte de una treta publicitaria destinada a devaluar la energía demoledora del adversario. Ahora bien, el que la presión popular y la capacidad organizativa de la Coordinadora Democrática hayan obligado a Chávez a sentarse entorno a una mesa, de ningún modo significa que el personaje tenga vocación democrática, o que esté inspirado por sentimientos altruistas como la búsqueda de acuerdos que permitan hallar una salida pacífica a la gravísima crisis institucional que afecta a la nación. Chávez está ante la Mesa porque no tiene más alternativas. Porque perdió la calle. Porque quedó reducido al grupo de bizarros que lidera Lina Ron. Porque las Fuerzas Armadas están fracturadas y no mantiene el control que le permita dar un autogolpe. En fin, porque está debilitado, luego de haberse sentido invulnerable.

A pesar de su debilidad, sería un error lamentable creer que el antiguo golpista está derrotado. Como es un político autoritario, que desconfía de la democracia por “burguesa”, sólo reacciona ante los hechos de fuerza. El diálogo con él únicamente puede darse manteniendo el gatillo en esa arma letal llamada paro general indefinido, y alimentando la llama del pebetero de la Plaza Altamira. El paro y Altamira son los dos arietes que ablandarán la gruesa coraza de la que se ha revestido el caudillo para impedir que se haga la consulta electoral contemplada en el artículo 71 de la Constitución. Chávez, si conoce algo de historia de las negociaciones y de la guerra, sabrá que las conversaciones entre adversarios políticos avanzan al menos en dos frentes: el de la paz, la mesa de acuerdos; y el de la guerra, los conflictos reales o potenciales. Así han negociado sus queridos hermanos de las FARC con el Gobierno legítimo de Colombia. Así negoció su admirado Ho Chi Ming con los norteamericanos. Consecuente con este principio de las negociaciones en ambientes complejos, él, por su parte, atemoriza a la oposición con autogolpes, estados de excepción, cambio de las autoridades del CNE, destitución de miembros del TSJ, aplicación del Plan Ávila, movilización de los círculos del terror. No hay amenaza que no profiera e instrumento de intimidación que no utilice. Se mueve en varios tableros a la vez. Nos recuerda que es dueño, al menos en parte, de las armas de la República. Se distancia públicamente de Lina Ron, pero a la vez mueve a sus círculos para que traten de impedir que las firmas que soportan el referéndum lleguen a Miraflores. Habla de paz, pero ataca con saña la sede de la Alcaldía Mayor. Utiliza sin escrúpulos los recursos públicos para sobornar oficiales, comprar conciencias, financiar a su clientela de matones, mantener militares incondicionales. Sabe mostrar una cara, para ocultar su verdadero rostro. Pregona la paz, pero hace la guerra en todos los frentes.

Al personaje hay lidiarlo en todos los campos donde actúa. Si queremos conseguir el referéndum consultivo, o cualquier otra fórmula electoral, hay que prepararse para declarar el paro general indefinido en el momento oportuno. Hay que fortalecer el factor Altamira. Estas son las orientaciones que se desprenden de la vieja teoría del equilibrio del terror, que él aplica con tanta frecuencia. Sólo que en nuestro caso sí habrá un vencedor: las fuerzas democráticas.

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