El precio adecuado
Quienes nos conocen, saben que dedicamos un cuarto de siglo a actuaciones cercanas y periféricas en la Bolsa de Valores de Caracas. Llegamos allí en 1967, con el convencimiento de que las ruedas del foro bursátil eran un templo del honor y de la caballerosidad. La bolsa capitalina, una bolsa de ahorro, ya tenía dos décadas de muy útil actuación y allí se reunían diariamente, a las once de la mañana, hombres serios, honrados y dedicados a representar a sus clientes. Sánchez, Franceschi, De la Rosa, Grimaldi, Gutiérrez, Brunet, Bottome, Ricci, Velutini, La Rosa, Puyana, Siccardi, Acedo Mendoza, Vegas, Yanes Lecuna, Aguerrevere y otros que se nos escapan eran pioneros de la actividad bursátil y hombres a quienes se les podía confiar toda una relación y operaciones de cualquier tamaño.
Diez años más tarde quisimos escribir los factores que influyen en el precio de una acción que se cotiza en la bolsa y cuando llevábamos escritas unas doce páginas (a mano) las rompimos y más nunca se nos ocurrió transitar por tan platónica idea. Habíamos llegado a la conclusión de que el precio de un bien está definido por la coincidencia de las aspiraciones de los dos grandes jugadores del mercado: la oferta y la demanda. Así de sencillo.
Venezuela se encuentra sometida a teorías económicas bastardas. Se quiere imponer un sistema donde el Estado (o sus representantes) se subrogan las fuerzas del mercado e intentan imponer precios distantes a sus realidades.
Se le ven las costuras cuando son responsables de dos precios de bienes que son poseídos de manera casi total por el Estado: el petróleo y sus derivados y el signo monetario. Refirámonos a este último.
La relación de cambio entre dos monedas es el precio que se debe pagar en uno de los países para equiparar las funciones monetarias con las del otro país.
Resulta que en Venezuela, la moneda hoy, tiene como mínimo cuatro precios absolutamente divorciados. El más bajo, el oficial, que se reservan los administradores del Estado para sus operaciones, muchas de ellas inconfesables. El segundo, al que se le denomina Sicad I es el que graciosamente otorga el Estado a privilegiados actuantes y rubros para lo que se denomina «productos de primera necesidad» y tiene un valor que llega al doble del oficial. El tercero, que ha debutado esta semana, recibe el nombre de Sicad II y tenemos referencias, al momento de escribir estas líneas, que se ha elevado a nueve veces el valor oficial; y el denominado «negro» de manera despectiva, pero que refleja las coincidencias de oferentes libres y aspirantes desesperados, que alcanza cotas innombrables.
No nos refiramos a las operaciones de trueque que propone o acepta el régimen que nos destruye y donde cambiamos las facturas petroleras de países protegidos por servicios difíciles de evaluar y productos agrícolas y pecuarios que no reciben la fiscalización adecuada de los poderes públicos responsables de esa actividad. Nos recordamos aquel cuento de los amigos que cambiaron un gato de cien mil por dos loros de cincuenta mil. Pónganle ustedes la moneda. Y entonces… nos imponen «el precio justo».