Opinión Nacional

El poder no suele gustar de la crítica

Se ha dicho con acierto en numerosas ocasiones que al intelectual le corresponde sólo una actitud frente al poder: el ejercicio de la crítica. Pero han sido menos los que se han molestado en aclarar que la crítica y las ideas que representan a la oposición tampoco son demasiados compatibles. El motivo es que esas ideas pueden hacerse algún día realidad, y en el camino que va de la potencia al acto resulta más que posible que pierdan una parte o el todo de su esencia. ¿A quién le correspondería entonces la crítica de esas ideas? Sea quien sea, ese alguien ha de estar situado en una postura, especialmente incómoda, que le permita a la vez el compromiso y la crítica. Naturalmente, esta postura es imposible de mantener desde el poder, parcialmente imposible con el poder y difícil aunque se esté fuera del poder. Porque el poder impregna hasta el aire que respiramos.

Octavio Paz ha señalado más de una vez en sus escritos el hecho de que en los países hispánicos las personas públicas no admiten -o admiten a regañadientes- que se critiquen las actividades inherentes a su cargo. El envés de la moneda es que el ciudadano no está habituado a la crítica de la función pública. Si decide salir de la sumisión o de la apatía es para esgrimir el hacha en lugar de la dialéctica. Paz cree que en el origen de este mal se encuentra la inexistencia de la ilustración. Nuestro siglo XVIII fue pobre y mimético. Así, el siglo de la crítica brilla por su ausencia en España. Si del intelectual debemos esperar el compromiso crítico, que es la única forma de independencia solidaria, no es justo tampoco que le exijamos demasiado. Porque, ¿cómo asumir ese papel en un país sin tradición crítica donde, a su vez, el poder no suele gustar de la crítica? El intelectual debiera ser la conciencia de su pueblo. Pero no cabe de que es ante todo, su reflejo.

Una aclaración: intelectual es todo aquel que interpreta la realidad y que de ello hace su oficio. Es intelectual, un filósofo, pero también un poeta o un compositor. El intelectual, a diferencia del político o del publicista, no habla para todos, sino para cada uno de nosotros. Un poema, una sinfonía, una pintura no están dirigidos a todos, sino al hombre interior que habita en cada uno de nosotros mismos. La grandeza del arte consiste, precisamente, en que nos hace partícipes de lo más hondo y esencial de la naturaleza humana, sin distingos de razas, credos ni fronteras. El arte nos vuelve más tolerante y nos señala que el discurso ideológico del hombre, sea cual sea, está lleno de errores. Esto nos previene contra el fanatismo y el sectarismo, que son ingredientes muy importantes del totalitarismo.

Las personas que han meditado de veras sobre la historia de España terminaban llegando, desde muy diversas posturas políticas, a las mismas conclusiones: la única solución posible y duradera para nuestros diferentes pueblos es el pacto entre éstos, realizado en condiciones de igualdad.

Sir Herbert Read escribió que el culto al jefe está reñido con la democracia, pues supone la negación del principio de igualdad, y como contrapartida, un estado de irresponsabilidad social. Muchos quieren eludir su responsabilidad con la excusa de que hoy la situación política internacional, la nacional y autonómica es totalmente variable y compleja. Pero si no tenemos la fe necesaria por la libertad, la justicia y la dignidad del hombre, y si aceptamos una filosofía acomodaticia a aquello que el poder nos depare, pronto llegaremos a la incapacidad de pensar por nosotros mismos, dándoles la razón a esos catastrofistas que no cesan de anunciarnos calamidades. A algunos intelectuales de hoy habría que recordarles lo que dijo el poeta: «Que te compren no me extraña; / que te vendas … ¡eso sí!, / y lo que menos comprendo / es que no te extrañe a ti».

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