El poder disgregador de la barbarie
Ninguna casualidad que El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, esa apasionante novela de Stevenson, haya tenido tanta fortuna literaria. Anticipándose a Freud, que hace de los contrarios – la vida y la muerte, el deber y el placer, el amor y el odio – las pulsiones básicas de la espiritualidad, del mismo modo Stevenson plasma la convivencia de esos contrarios en el alma de los hombres, y yo agregaría: de los pueblos. Que se expresa en la lucha interior, jamás definitivamente saldada, entre el salvajismo y la cultura, la civilización y la barbarie.
Gústenos o no, comenzamos a convencernos de que esa lucha entre la sensatez y el delirio, la bondad y la maldad, la locura y la racionalidad, que creyéramos definitivamente superada luego del establecimiento de la república liberal democrática con la revolución del 23 de enero de 1958, retrata de la manera más profunda la comprensión de las pulsiones autodestructivas inmanentes a la existencia del pueblo venezolano. Que renace de las polvaredas del pasado con una inusitada virulencia a fines de los ochenta y comienzos de los noventa del siglo pasado, en medio de una grave crisis nacional, que las elites gobernantes se negaran a enfrentar. Encuentra un impulso demoledor con los golpes de estado de febrero y noviembre de 1992. Y se despliega en toda su potencialidad desde el asalto al Poder por la camarilla golpista del teniente coronel Hugo Chávez y sus coroneles desde comienzos de 1999.
Lo que el insólito espectáculo montado por el presidente de la república en el Panteón Nacional ha venido a desvelar ante el mundo nos retrata de cuerpo entero. Es una radiografía del alma nacional. El más alto magistrado de la Nación preso de los ritos más primitivos de la marginalidad afrocubana. Manifestación irrecusable de esa lucha todavía vigente entre la civilización y la barbarie, que fuera el leit motiv del positivismo sociológico latinoamericano durante todo el siglo XIX, al mismo tiempo que la fuente secreta del profundo desasosiego de los espíritus más lucidos de la Venezuela moderna. Poco importa la discusión de los expertos en torno a las fuentes de que Laureano Vallenilla Lanz haya abrevado para escribir EL GENDARME NECESARIO y la absoluta originalidad de su pensamiento: con las armas de que lo proveyó el positivismo francés supo calar en lo más profundo del abismo insondable que atraviesa el alma venezolana. Su jamás resuelto conflicto interior, raigal, metafísico, entre civilización y barbarie. El mismo que acecha desde tiempos inmemoriales a la espera de imponer su brutalidad salvaje sobre los esfuerzos por elevarnos hacia las alturas de la cultura. La misma con la que Bolívar y Páez debieron transar para encontrar el instrumento de su epopeya en quienes venían de seguir a Boves y desatar la locura y la muerte en nombre de la corona. Los mismos que Gómez supo enyuntar a la carreta de su proyecto de gendarmería necesaria. La misma que Rómulo quiso reivindicar para tratar de lograr el desiderátum de su absoluto destierro desde las mazmorras de su propia incultura. Y superar mediante el proceso civilizatorio y homogeneizador de la Democracia popular que echa a andar a comienzos de los sesenta.
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Es el mismo conflicto que cincuenta años de progreso y prosperidad, de desarrollo y civilización – agrego consciente y provocativamente a los cuarenta años de gobiernos socialdemócratas y socialcristianos el decenio de Pérez Jiménez, pues en gran medida, además del indiscutible desarrollo entonces alcanzado, en ese decenio se fragua la mezcla racial y sociológica que le da fundamento a las clases medias venezolanas, principal responsable y sustento de un proyecto civilizador en Venezuela – no sólo no lograron domeñar, sino muy al contrario, potenciaron hasta los niveles extremos de auto mutilación que hoy vivimos. Porque, ¿de dónde sale la materia prima de la barbarie dominante y qué papel juega esta mezcla de capataz y brujo, de chamán y exorcista, víctima y victimario que representa el teniente coronel? ¿Quién o qué le da fuerza y densidad a la sistemática destrucción de la república, sino esa inmensa masa silenciosa, apenas balbuceante, poseída por el rencor y el resentimiento, la incultura y la ignorancia que se ve retratada en la máxima y más brutal expresión de nuestra barbarie, la del teniente coronel Hugo Chávez? ¿Dónde hibernaba esa mayoría que sirvió de levadura al proyecto desintegrador del golpismo venezolano – su máxima conciencia política – y le ha dado base social al asalto de la barbarie, hasta el día de hoy? ¿De dónde brotan las hordas de Caínes que han cosechado en once años tantas muertes como todas las causadas por las sangrientas guerras civiles del siglo XIX venezolano?
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Ciertamente: la masa de que se ha servido a la barbarie dominante la han puesto los sectores sociales más retrasados del país. Aquellos que luego de la ruptura transversal que la eclosión del petróleo provocara desde los años veinte en la sociedad venezolana se mantuviera – o fuera mantenida – del lado que no pudo, no supo o no quiso insertarse en el proyecto de modernización de nuestra sociedad. Ya Uslar Pietri hizo mención de las dos Venezuelas, la del progreso y la modernidad – que irrumpe y se abre camino primero dictatorial, luego democráticamente a mediados del siglo – y la de la regresión y la barbarie, que se mantiene rezagada en el trasfondo de nuestra nacionalidad. Divididas ambas por el profundo cauce erosionado por los inmensos flujos de nuestra riqueza petrolera. Que vino a partir, literalmente, el país en dos mitades: la que alcanzó el privilegio de mirar y apostar hacia el futuro y la que quedó, cual estatua de sal, pegada a los tenebrosos pliegues del más remoto pasado. Venezuela sería así, según esta visión indiscutida de uno de nuestros más lúcidos y patrióticos intelectuales la equívoca esfinge de Jano. Un país profundamente desarticulado, invertebrado, fracturado en dos mitades. Que se disputan en un combate silencioso y tenaz, mortífero y sangriento, la hegemonía del poder político y material de la república.
La crisis económica que reventara como un furúnculo con el nefasto viernes negro y no pudiera ser domeñada por el poder político y las élites de una democracia subvencionada y corrompida por el facilismo dejó al aire la verdad de un conflicto jamás resuelto entre esas dos partes de nuestra sociedad. Sirviendo así de sustancia nutricia a la camarilla uniformada que se ha negado a abandonar sus afanes de Poder y ha vuelto a poseerlo violentando las determinaciones más profundas de la tradición civilizatoria venezolana. Es cuando el golpismo militarista, aliado a los sectores más regresivos de la economía, las finanzas, la academia y la intelectualidad se hace al asalto del Poder. Y lo consigue. Primero, electoralmente. Luego mediante los subterfugios del copamiento fascista de las instituciones. Sus factores principales: sectores de acción y pensamiento oligárquico en el interior de las fuerzas armadas, de una gran parte, y quienes desde el mundo intelectual continúan aferrados a ideologías y proyectos históricos trasnochados, de la otra, aunque en menor medida, amalgamadas en una espuria alianza contra natura. La izquierda revolucionaria, castrista, aliada con la derecha golpista y oligárquica. Son los factores dirigentes de la explosión de barbarie que hoy sufrimos. Que se han apoderado de los altos mandos de las fuerzas armadas, en estos once años auténtico nido de serpientes de la brutalidad fáctica del Poder. Y los intelectuales orgánicos de la subversión castrista, de las que las fuerzas del asalto a la razón – el marxismo-leninismo – aportaran el barniz de cultura reivindicativa al proyecto mutilador de los coroneles.
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Imposible vencer la barbarie sin depurar hasta sus raíces los focos desestabilizadores de ambos males. Comenzando por el combate de las ideas, la lucha por la ilustración de nuestras élites y la masiva toma de conciencia de los sectores de punta, activos desde los medios, las universidades, las academias, las iglesias, los gremios y organizaciones empresariales, las ONG’s, responsables de la resistencia ante la barbarie del Poder.
Que gracias al esfuerzo sistemático de los partidos políticos y las organizaciones de defensa de los derechos humanos, los medios, la prédica sistemática y la acción de dirigentes jóvenes y entusiastas han desbordado los cauces de nuestras clases medias y comienzan a encarnarse en nuestros sectores populares y más desvalidos. Víctimas principales de las taras del régimen, carne de cañón de la guerra solapada que se libra en nuestras barriadas y objeto permanente de manipulación por el fascismo gobernante. Son las fuerzas de que deberá servirse la revolución democrática para superar la pobreza y sus lacras colaterales.
No se trata de reconquistar la lealtad de las fuerzas armadas hacia un proyecto civilizador. Se trata de convertirlas en parte protagónica de dicho proyecto de modo que comprendan el rol absolutamente nefasto a que han servido soldándose a un proyecto que traiciona sus más profundos compromisos patrióticos. Que traiciona a la patria. Que pone en peligro la sobrevivencia misma de la república y con ello de las propias fuerzas armadas. Se trata de extirpar de cuajo las raíces del mal asentado en nuestra sociedad: el brutal militarismo, excluyente y elitesco, bárbaro y autosuficiente de que han hecho gala sus altos mandos en estos once años, ahora desbordados por el virtual saqueo a la Nación que protagonizan de manera descarada e inescrupulosa ante el privilegio que les concede uno de los suyos a cambio de lealtad y silencio. Un privilegio que no tiene once años, que fuera acordado a la caída del perezjimenismo por las fuerzas democráticas entonces dominantes, siempre pendientes de la espada de Damocles del golpismo cocinado en los cuarteles, y que ha lastrado de manera inclemente el desarrollo del republicanismo liberal en Venezuela. Pero que ha echado por la borda toda discreción, toda subordinación al poder civil, para revelársenos en toda su brutalidad de la mano del teniente coronel y los coroneles que usurpan el poder.
Mención especial merecen los sectores civiles que se han prestado a la alcahuetería dictatorial de los coroneles. Que la mujer venezolana haya sido usada de instrumento del oprobio, recibiendo el mandato de administrar las principales instituciones del país y ponerlas al abyecto servicio del teniente coronel, deja una mácula de ignominia y vergüenza adicional sobre un país en que la mujer ha sido la principal víctima de un proyecto profundamente violatorio de la integridad personal. Nombrarlas ensucia la transparencia que
buscamos y pretendemos. Mencionarlas indirectamente, refuerza la memoria de la dignidad que merecen nuestras mujeres, principales protagonistas de la liberación que aguarda por nosotros.