El parto de la Soberana
Cada vez que tenía la oportunidad de presenciar en la televisión las jacobinas discusiones que se entablaban en la Asamblea Nacional Constituyente, mis deseos por comprender por qué diablos los venezolanos paramos en semejante desmesura, me obligaban a observar los detalles, los pliegues, los rincones, la última fila, las arrugas en la frente, el dedo de Tarek, la postura de Brewer, los gestos de Aristóbulo, las rabietas de Olavarría, y, ahora me doy cuenta de que casi siempre, esperaba que apareciera la noble y ancha humanidad del doctor Hermann Escarrá. Es que su atuendo impecable, su peinado brillante y perfecto, su palabra grave y precisa, generaban en mí una esperanza, una fe, una luz, de que de un momento a otro ocurriría algo que le daría una excusa razonable a semejante estridencia.
Y un día, entre los dimes y diretes, entre las réplicas y contrarréplicas, escuché la frase que vendría a darle sentido para siempre a la existencia de la «Soberana”. Y como se podrá imaginar, la frase salió de los labios del doctor Escarrá. Confieso que me sentí todo un portento de ciudadano cuando ante tanto murmullo y sobresalto, tanto anacronismo mezclado con claridades, el constituyente y desde entonces mi constituyente, con voz engalonada pidió silencio: “Un niño está por nacer…”, dijo.
Después de escuchar esa frase, las siglas ANC, las asocio siempre con un niño y la «Soberana”, un niño y un parto, un niño y un partero, un niño y la cara ancha y nímbica de una diosa en trance de parir, en una sala pulcra e inmensa, iluminada, sábanas blancas, enfermeras diligentísimas, preocupadísimas, rayos de divina luz entrando por la ventana… Llega la hora, se abre la puerta y entra el Doctor; saluda con un gesto y una sonrisa nobles, lo vemos inclinarse y esconderse entre las piernas de Soberana, da la señal a una enfermera para que le recomiende pujar a la diosa; al fondo se escucha la Quinta Sinfonía de Bethoveen, lo cual le da cierta divinidad a los pujos. De pronto y con brusquedad, el Doctor se incorpora, lívido, cesa la Quinta Sinfonía, el ambiente se electriza, la sorpresa se apodera de las caras de los presentes. Apenas pasan unos segundos, el Doctor se controla y termina la tarea. Sale.
Lo acosan los preguntones por el estado del niño. Espera que se calme la refunfuñadera y dice que todo salió bien, que hay algunos problemitas, como un brazo más grueso y largo que el otro, que hay signos de cierta debilidad en las piernas, cierta tirantez en la mirada, un ojo en la frente, que el corazón es un poco grande, algo de desproporción entre nariz y el resto del rostro, y que el problema de la caspa no es preocupante…
De inmediato anuncia las soluciones, pues incluso el nombre escogido por los padrinos no le parece adecuado. Informa que recorrerá el país buscando el apoyo a los fines de hacerle las intervenciones necesarias.
La protesta de los padrinos no se deja esperar. Ahora Escarrá le cae gordo a medio mundo, corre el riesgo de ser declarado enemigo del “proceso”, solicita la intervención de la tutora del niño y ésta le dice: Doctor, usted se equivocó, usted no vio bien, el niño que usted recibió en sus brazos, es normalito y no requiere intervenciones ulteriores, así que deje la vaina.
De todos modos, la frase de Escarrá me sigue gustando. “Silencio, un niño está por nacer”. Mala leche que el avistado por él, se haya transmutado en el último de los Buendía.
*Abogado