Opinión Nacional

El parlamento ortopédico

La propaganda oficial cambió de estrategia luego de los consabidos sucesos del 11-A. El acento fue puesto en la defensa del orden constitucional por encima del proceso y de la revolución, dos distintos momentos en la nomenclatura que ha servido al gobierno para intentar compensar sus errores, imposibles de fundir en una por falta de talento político.

Es demasiado obvio que no tiene el partido en el poder, y el teniente coronel Hugo Chávez lo es en sí mismo, autoridad moral para esgrimir tal defensa a la luz de un 4-F preparado con alevosa anticipación y hábilmente pretextado en la riesgosa coyuntura de 1992. No obstante, se sirvió del único argumento disponible para construir una épica del regreso a Miraflores, abusando de las pretendidas semejanzas con la caída de Allende.

Ya no se trata de propinarle (sic) las consignas a una oposición que en buena medida es legítima portadora del reclamo democrático, sino de emplear las instancias institucionales para arquitecturar una verdad con bases de inauditas mentiras.

El empleo del parlamento no es una concesión graciosa, desde la perspectiva de una básica cultura política democrática adquirida. Y es que si en febrero de 1992 resultó prácticamente imposible acallar la polémica, hoy resultaría una locura hacerlo, aunque emerja la responsabilidad política como manifestación de condena de la opinión pública, susceptible de ser confirmada por unas eventuales elecciones generales (difusa) y no para poner a funcionar los mecanismos que desemboque en el limpio desplazamiento institucional del Presidente de la República (concreta). Sin embargo, encontramos un intento de manipulación casi heroica por la bancada oficialista.

En efecto, hemos visto que los argumentos del oficialismo están orientados a construir una verdad que desde el primer momento se les escapó de las manos, con el forzado intento de estigmatizar a toda la oposición, indiscriminada y masivamente, creyéndolo el único reclamo desde una perspectiva de defensa a ultranza del gobierno. Nadie duda que el informe final será impuesto por esa mayoría, algo en absoluto inédito porque –al fin y al cabo- se trata del perfeccionamiento de las no menos legendarias aplanadoras, aunque ya sabemos de una jerga revolucionaria que pretende legitimarlas.

El debate parlamentario, a pesar de sus amagos de escena, ha permitido evidenciar lo que ocurrió aquel aciago día. Las largas horas, espesas a veces de tedio, no ha imposibilitado que la verdad aparezca con todas sus amargas aristas, pero ya no se trata de negar los disparos desde puente Llaguno, sino de argumentar nada más y nada menos que una acción de legítima defensa, entre las tantas versiones que se ensayan; muy pocos asumen sus responsabilidades, porque el desconocimiento de las circunstancias es lo habitual en quienes creemos que por el ejercicio de sus cargos las conocen; la matanza dice pasar por debajo de la mesa en medio de las categorizaciones a menudo exquisitas, como el vacío de poder o el golpe de Estado. Y para colmo, la sesión presidencial redondeó esa visión tan revolucionaria que se tiene del cuerpo deliberante.

El Presidente de la República no sólo es ininterpelable, sino que corre por su cuenta montar el espectáculo de Miraflores con un elenco de diputados que apuesta porque aquél sepa de los nombres y apellidos de todos y cada uno, reconocidos como heroicos soldados que no escatiman esfuerzos por defenderlo contra toda evidencia. Excepto un parlamentario de la oposición que tuvo la atrevida ilusión de asistir a la reunión de trabajo, como se le llamó al simulacro de sesión, inconcebible en la vasta literatura sobre la materia, asistimos a ratos por televisión a lo que es un vivo espectáculo en los países colgados por el totalitarismo: diputados ortopédicos que refuerzan, o pretenden hacerlo, la figura disminuída de los jefes de Estado que ya cansan o hastian por haber copado con su imagen, sus gestos y hasta anécdotas, todos los espacios sean públicos o privados.

Quien ha tenido la cautela de abandonar transitoriamente sus cadenas de radio y televisión, reconociendo el daño que el abuso únicamente puede dispensar, ocupó el canal del Estado en esos menesteres de escena donde quedó muy mal parada la Asamblea Nacional y, en fin, toda la presunta innovación institucional de la Carta de 1999. Admitieron el juego parlamentario en la medida que calcularon unas supuestas victorias, las suficientes para distraernos de la gravedad de los hechos, pero volverán a campamentalizar el poder legislativo como ahora lo hacen con el poder ciudadano, siempre intransigentes. Y todo en la perspectiva de lo mágico-político, como réplica del altar levantado actualmente en puente Llaguno: poco importa la verdad, de nada valen las razones, pues, lo importante es hacer ya no de la democracia, del proceso, de la revolución, sino del propio Chávez un objeto de culto a estas alturas de la vida.

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