Opinión Nacional

El país encadenado

La irrefrenable obsesión presidencial por las cadenas de televisión ha contribuido a originar una singular política nacional de comunicación diametralmente opuesta a lo que se entiende y se acepta como tal en los países regidos democráticamente.

En efecto, lo que está ocurriendo en ese campo, demuestra que el régimen en forma cada vez más acentuada se aleja de los principios democráticos, en particular en cuanto se refiere a las relaciones con los medios de comunicación. Si al abuso de las cadenas que han transformado a la televisión venezolana en el escenario habitual para, cotidianamente, tomar contacto directo con el jefe del Estado a través de sus difusas presentaciones públicas, se añaden las más recientes declaraciones suyas describiendo a la industria mediática como la causante de una supuesta conjura para ignorar la gestión gubernamental en sus más relevantes aspectos, habrá que llegar a la inquietante conclusión de que el oficialismo avanza, sin frenos ni ataduras de ningún género, hacia el establecimiento de un sistema de control de los medios que impedirá el auténtico ejercicio de la libertad de expresión.

El argumento utilizado por el primer magistrado para justificar el encadenamiento televisivo al que se encuentra sometido el país, es que la prensa, la radio y la televisión no reflejan en sus espacios noticiosos los avances y el contenido de los diferentes programas que adelanta su administración, como si se tratara no de medios independientes sino de órganos del gobierno, pretensión absurda puesto que las políticas editoriales e informativas no pueden estar sujetas a los dictados del régimen sino a los intereses propios de cada uno, compartidos entre la función de servicio público que les corresponde, por una parte, en tanto que, por la otra, priva la que deriva de la circunstancia, en todos los casos, de tratarse de empresas de carácter mercantil. De llegar a prosperar la peculiar visión del presidente de la República en esta materia, los medios de comunicación estarían subordinados al ente gubernamental al cual le competa el asunto que, por cierto, en la actualidad está por identificar después de la desaparición de la Oficina Central de Información.

Por otra parte, se hace necesario señalar que las frecuentes amenazas e intimidaciones a los medios por parte del oficialismo, no son exactamente las mejores vías para alcanzar una política nacional de comunicación, de carácter racional, democráticamente establecida, que responda a los principios que sustentan el ejercicio de la libertad de expresión, sin ataduras ni limitaciones que la entorpezcan o la obstaculicen. Y para ello es necesario que la política sui generis de hoy, comience por desechar el recurrente y obsesivo encadenamiento que, además de constituir un manifiesto irrespeto a la población cobra víctimas, por igual, entre los anunciantes y los propietarios de los medios, los cuales ahora están impedidos de ajustar sus pautas publicitarias conforme a sanos y convenientes criterios de comercialización. Ni hablar de lo que pasa con los espacios informativos y los programas de opinión, interrumpidos las más de las veces sin posibilidades, por razones obvias, de volver a la transmisión original. Se impone, pues, una rectificación por parte del jefe del Estado en esta equivocada estrategia comunicacional a fin de encontrar elementos confiables que permitan a gobierno y medios actuar de consuno, cada uno en su respectivo campo, para facilitar el ambicionado proceso de cambios en democracia que reclaman los distintos segmentos de la población.

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