Opinión Nacional

El mito del “gran comunicador”

Distintos comentaristas políticos, al intentar un análisis crítico de la gestión de gobierno del autodenominado “proceso revolucionario, democrático y pacífico”, convienen en señalar diferencias entre la actuación y el comportamiento del equipo ministerial y la figura del presidente de la República, reconociéndole a éste cualidades de “gran comunicador”, lo cual explicaría en parte el alto índice de popularidad de que aún disfruta el régimen, sobre todo entre los sectores más deprimidos de la población, pese a que son escasas e insignificantes las realizaciones de la administración que puedan considerarse de verdadera magnitud y trascendencia en los más puntuales órdenes.

Pero esa postura ignora que el contenido de las numerosas y extensas intervenciones del jefe del Estado a través del constante encadenamiento de los medios de comunicación radioeléctricos, no refleja la actitud que se espera de un verdadero comunicador, efectivo y seguro sino más bien la de un personaje efectista, aparatoso y artificioso, al punto que el circunloquio y el rodeo verbales están reconocidos como algunos de los recursos que el titular del Ejecutivo Nacional utiliza cuando tiene que acudir a cualquier tribuna que le ofrezca la posibilidad de ejercitar sus aptitudes oratorias.

Cabe añadir a lo señalado que el lenguaje de las intervenciones presidenciales, matizado de giros violentos y elementos coloquiales, deja la sensación de que quien habla está perfectamente consciente que el mensaje que transmite, en cada caso, va dirigido a una audiencia en particular que espera oir eso y nada más que eso, una audiencia que se identifica con el personaje mediante las artes de la demagogia y el populismo.

Por ello, antes que calificar al primer magistrado de “gran comunicador”, habría por el contrario que mostrarlo mas bien como un “gran demagogo”, pues es en ese terreno donde él demuestra una gran capacidad, que entre otras cosas, le permite sin miramiento alguno ofrecer todo aquello que una porción sustancial de la audiencia cautiva que lo escucha está esperando que se haga realidad dentro del vasto e ilimitado mundo de las promesas.

Pero está equivocado quien crea que el presidente de la República está innovando en la materia, pues lo cierto es que sabe bien a quien imitar, por lo menos en cuanto a las líneas maestras de la oratoria y a la duración de sus intervenciones: nada menos que al comandante Fidel Castro, quien desde 1959, cuando asumió el poder, popularizó los discursos interminables, batiendo marcas en ese campo que todavía se mantienen, aunque seguramente no por mucho tiempo, pues ya el alto mandatario venezolano ha anunciado su propósito de competir para superar las que, en ese particular, ostenta su homólogo antillano. Es deseable que todo quede allí, superar una marca y punto. Y no que nuestro compatriota se entusiasme con seguir el ejemplo cubano en otras áreas, como la de los derechos humanos, por ejemplo o la de prescindir de los mecanismos democráticos que, hoy en nuestro país, al menos, a diferencia de Cuba, ha permitido la realización de distintos procesos electorales, entre otros aspectos. La duda y el temor, a ese respecto, se justifican si se toma en cuenta la aparición de señales que no vaticinan nada positivo para el futuro nacional como lo son, en tal sentido, el autoritarismo, la demagogia, el personalismo y el populismo que se han conjugado en la República Bolivariana de Venezuela con la adopción de políticas cuestionables como las destinadas a la militarización de la administración pública y la politización de la institución armada.

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