Opinión Nacional

El método como recurso

Medio lleno o medio vacío el vaso, es la historia de nunca acabar. Si se es del tipo de persona que practica la «duda metódica» (que incluye la inquietante percepción del genio maligno), aunque en su vida nunca haya oído hablar de Descartes, lo querrán acusar sin razón –y me incluyo entre esos supuestos desagradecidos de la humanidad- de hombres (o mujeres) de poca fe, incrédulos, desconfiados, en una palabra, pesimistas; supuestamente, aquellos que adoran ver solo el lado malo de las cosas; los que pensarían que todo es negro o blanco y prefieren lo pardo; aquellos que no se ponen la camiseta ( es expresión deportiva de la que se abusa hasta el hartazgo, agregando la maloliente imagen de «sudarla»); quienes cuestionan cada una de las cosas que nos ofrecen masticados y digeridos los medios de comunicación, los autollamados periodistas de análisis que llegan a la audiencia con el guión escrito por otros y lo que es peor, los “comunicadores” que dicen informar cuando lo que hacen es «editorializar», opinar de todo en el sentido sesgado de su interés pecuniario y/o de su empresa, entrecerrando ojitos para desaprobar, adelgazando la vocecita como ironía, vendiendo su visión del mundo histriónicamente a través del radio y de la caja idiota, más idiota en cuanto más manipula la realidad. Pero hay que afirmarlo contundentemente, quien se atreve a dudar no condena, sino que cuestiona, y eso parece estar convirtiéndose en un peligro.

El brillante escritor y cronista que es Javier Marías acaba de referirse hace muy poco al arte del avestruz que cada día se practica más en su país, España. En uno de esos cáusticos y sabios artículos que publica en su espacio semanal de la revista dominical de «El País», reflexiona sobre cómo se ha ido perdiendo la vergüenza, así, en términos directos e instalándose el disimulo. Y lo ilustra aseverando que los argumentos esgrimidos para señalar o denunciar políticas equivocadas y corruptelas, se pierden, invariablemente, en el vacío.

En todo caso, la única respuesta del destinatario de los señalamientos es que se trata de una «opinión» contraria y respetable. De allí no pasa la reacción del aludido, ni siquiera considera necesaria su defensa. Sus actos no suelen tener ninguna consecuencia. Entrar en el mérito, ¿para qué? Vivimos una época en que nadie renuncia a sus posiciones (o cargos) frente a las evidencias de graves errores o de sus tropelías. Tampoco es tiempo de excusas. No se trata de hablar de los mecanismos de culpa frente a los cuales el perdón es moneda de cambio para el olvido. Se trataría de arrepentirse también de acciones que no condujeron al lugar esperado y rectificar. Nadie habla de mala fe inmediata, sino de legítimo derecho a formular, en este caso, políticas que buscan el bien común y que como todas las actividades humanas podrían estar desencaminadas. Bastaría entonces escuchar las voces ajenas y contrarias para comenzar a formular las propias dudas, lo que no significa necesariamente claudicar en los principios de lo que se debe, se ha visto forzado o ha sido imprescindible emprender.

El problema vuelve a ser de método y el primero y deseable para aplicar en toda democracia sería voltear a ver la expresión de los otros y escuchar su voz de aprobación o de rechazo. Se cuenta una anécdota del caudillo brasileño que fue Getulio Vargas. El presidente que abrigó tentaciones dictatoriales, pero aún así gozó de enorme popularidad -a veces los pueblos disciernen sorpresivamente-. Vargas se negó a trasladar sus oficinas desde el Palacio de Catete en Río de Janeiro a lugares más seguros pero aislados, aduciendo que desde sus aposentos escuchaba el ritmo, el latido de la calle y cualquiera podía acercarse a gritar su alegría o su descontento. Parece una fábula, pero la lección radica en la necesidad de percibir directamente la Vox Populi para neutralizar a los corifeos que están allí en su afán de adulación y de aplauso. Recordemos la sana medida de los Césares que se hacían acompañar, durante sus desfiles triunfales, por alguien que les susurrase al oído su origen terreno y así no sucumbir a las loas y a los elogios.

Volviendo al tema, que entre otras cosas parte de la búsqueda de consenso y aplicación de la autocrítica, la cuestión parece hacer aguas por todos lados y se olvida la noción primaria que inculca -palabra de nuestros abuelos- prácticamente desde la cuna –expresión de la prehistoria- una visión de respeto y tolerancia por el otro. Ya vemos que en la actualidad nadie rectifica; primero, porque no encuentra razones –no las busca, así de fácil- y porque se ignora olímpicamente a quien disiente. El ejemplo más actual es lo que está pasando en Francia en estos momentos con la indiferencia frente a las multitudinarias manifestaciones que han logrado aglutinar hasta tres generaciones en sus protestas.

Tal parece que se hubiera extraviado para siempre el sentido común  que ni siquiera lo echáramos en falta. Tiene razón Javier Marías de lamentarse y manifestar preocupación. En el texto de marras cuenta que el desánimo cunde y pone como ejemplo la fatiga intelectual de un certero polemista como Félix de Azúa, quien «tiró la toalla» y dejó de colaborar en un periódico donde sus dichos nunca tuvieron mayor eco que el silencio. No estoy de acuerdo con su decisión, pero la entiendo.

Ya de este lado del océano Atlántico, la autocensura de los escribidores obedece a otras amenazas más contundentes que el ninguneo; tristemente más sombrías y pasan por el ataque cobarde y directo y por la insensibilidad de muchos, incluidos los poderosos.

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