El maverick volador
Vivir en Caracas y más aún en el oeste, resulta la propia tortura china. Es respirar la existencia en sus aspectos en extremo desafortunados, una aventura safari express arrecha e indeseable para quien la padece. A la relajación ética y el despotismo en el ejercicio del poder, le sigue ex profeso el derrumbamiento funcional y el estético de vías e infraestructuras, seguido de una sádica permisología por omisión y también, desde luego, por comisión. Ya no solamente es el sempiterno problema de los buhoneros y la confiscación de los espacios públicos, acción emprendida, por cierto, muchísimo antes de que el nomenclatura se emperrara contra los fundos productivos. Paralelo a este arrabal metropolitano, está lo atinente al parque automotor y la subespecie de los buhoneros del volante.
Todo indica que el oeste de la capital – Artigas, el Silencio, San Martín, La Vega, San Juan-, donde se ven con frecuencia, la revolución más que bonita se vomita en los pobres mostrando quizás deliberadamente en un ensayo de su marabunta miserable la cara oscura de la abandonada capital de Cuba, La Habana de Castro, muy a propósito del modelo delirante que el supremo intenta inocular a los venezolanos. Cuento mi transitar de una noche desgraciada por los lados de San Martín, donde un desierto que habitaba con feroz abyección me tomó por sorpresa. Forzado a una de las peores decisiones de mi vida, se me ocurrió montarme con uno de estos lunáticos; el campeón del mundo, vamos. ¡Pirata!, qué va, azar suicida hacia la muerte. Hoy, no puedo creer que haya sobrevivido a las locuras de aquel enajenado chofer en su cámara de suplicio con ruedas a toda velocidad. Lo más asombroso fue adivinar cómo aquel lunático lograba poner en marcha y superpirado la extravagante caricatura de desmadrado latón. Lo hizo en lo que debía ser un carro, pero tanto menos un ford maverick, modelo que sus líneas amasijadas de chatarra escachapada hasta el martirio, con dificultad se resistían a desaparecer del todo.
Cuando abrí, me dijo: ¡epa!, cuidadito con la puerta. Aviso tardío, me quedé con la mugre en las manos. Al sentarme, me hundí en una especie de water closet de retazos de estopa que me voltearon ipso facto en vuelta de carnero relampagueante justo cuando el desgraciado le metió la chola al mapurite. La chola era lo único que sabía hacerle el tipo a su catanare; no usaba el pedal de freno y solamente, si acaso, se detenía un pelito en las curvas, que era cuando le metía freno, pero el freno de mano. Cuando logré enderezarme, el pánico me enmudeció, tan sólo recuerdo haber venido amarrado al sillón de estopa como un insecto asustado, pero sin garantías, ¡claro!, pues la cabina, como toda las mamparas del vehículo, parecían pegadas con saliva. Un hecho curioso fue la prístina semejanza del chofer al maverick volador; era su facha idéntica al carro al decir de su desalineado y maltratado chasis. Señal de las calamidades de la pobreza que se afincaba con fuerza en aquel hombre sin compasión. Se dice por ahí que muy pronto la Alcaldía recogerá los catanares. ¡Cómo si fuera la gran vaina! Y entonces: ¿Quién estaciona los chiflados?