El gran mito de Don Juan
“¡Qué largo me lo fiáis!
Y mientras Dios me dé vida,
yo vuestro esclavo seré.
Esta es mi mano y mi fe.”
Tirso de Molina.
EL SIMBOLO VIVIENTE DE LA
SEDUCCION AMOROSA MASCULINA
La capacidad creadora de caracteres que se ha atribuido a Tirso como su mérito más alto, se manifiesta especialmente en estas dos grandes producciones dramáticas: en El Burlador de Sevilla y Convidado de piedra y en El condenado por desconfiado; mucho más, sin embargo, en la primera de ellas, con la que Tirso crea el gran mito humano y literario del Don Juan, del que afirma doña Blanca de los Ríos, sin exageración alguna, que “en grandeza y universalidad excede a los gigantes de Shakespeare, en el interés humano y en intensidad dramática supera a Fausto y en virtud prolífica a don Quijote”, aseveración indudable, pues aparte de la perennidad inagotable y la universalidad de las pasiones de que es portador -o precisamente por ello-, ningún otro mito literario ha reflorecido tan insistentemente como él en todas las literaturas, circunstancias y ambientes, ni recibido tan diversas interpretaciones y matices, que modifican detalles pero dejan intacto su carácter esencial.
Don Juan, mito eterno, ha venido a convertirse -cualesquiera que sean sus grados- en símbolo viviente de la seducción amorosa masculina, de la agresividad sexual, del conquistador irresistible, del hombre audaz y disoluto que convierte el placer en fin de todas sus acciones. De aquí su condición de “burlador”, es decir, de hombre que busca a la mujer para la satisfacción egoísta de su goce, y escapa a toda permanente coyunda.
El Tenorio es un “caballero” apuesto y cortesano, que encubre sus perfidias con refinada elegancia aristocrática, sabe envolver su persona de cuanto pueda hacerla atractiva y rinde religioso culto al honor (palabra que no se le cae de la boca), siempre que se trate del propio, por supuesto: porque pisotear el ajeno es una de las glorias: “Sevilla a veces me llama / el Burlador, y el mayor / gusto que en mi puede haber / es burlar una mujer / y dejarla sin honor”.
En esta forma fue dramatizado por Tirso en su obra. Don Juan Tenorio, hijo de noble familia sevillana, huye de Nápoles después de burlar a la duquesa Isabela, en cuya habitación había penetrado fingiéndose el duque Octavio, su prometido. Naufraga en las playas de Tarragona, es llevado a la cabaña de una pescadora, Tisbea, la seduce bajo palabra de casamiento y huye luego. Llega a Sevilla; entra en la casa de doña Ana de Ulloa, hija del Comendador don Gonzalo, debido a que consigue interceptar una carta de aquella en que citaba a su prometido el marqués de la Mota. Cuando a los gritos de doña Ana, que advierte el engaño, acude su padre, don Juan lo mata y se da a la fuga. Mientras prenden al marqués de la Mota, don Juan huye a Dos Hermanas a tiempo en que está para celebrarse allí una boda de campesinos; aleja el novio con engaños y seduce a la novia deslumbrándola con sus riquezas y la promesa de matrimonio. Después de dejar a la infeliz campesina regresa a Sevilla. Cierto día encuentra en una iglesia la estatua del Comendador, que el había matado, puesta sobre su tumba, la escarnece y la invita a cenar; el Comendador acude al convite y le invita a su vez para otra cena en su propia sepultura. Don Juan acepta, pero al tender la mano a la estatua, siente que le penetra por ella un fuego que le mata. Grita, pide confesión, pero ésta no llega y muere como un réprobo.
Atiéndase bien a este desenlace, porque es indispensable para entender el drama de Tirso. A lo largo de toda la obra se le amenaza a don Juan con el castigo que pueden acarrearle sus acciones. Tisbea había tratado de asegurarse de la promesa de matrimonio de don Juan, diciéndole: “Advierte / mi bien, que hay Dios y que hay muerte”, a lo que responde para sí don Juan, con palabras que ha de repetir muchas veces con cínica temeridad: “¡Qué largo me lo fiáis!”
De la pluma de Tirso, puesta en pie de su genio, salió la estampa del Burlador, lista para correr el mundo con el mito de su significación amorosa. Pero la intención última que había puesto en ella, al crearla, el fraile mercedario era manifiestamente moral y ejemplarizadora. Menéndez Pelayo señaló con toda claridad que cuando el Romanticismo despojó a Don Juan de su grave lección moral, destruyó la finalidad perseguida por su creador; si bien lo lanzó a vivir por otro de los muchos caminos abiertos y posibles a su proteica diversidad.
Comentando la universalidad y perennidad del Burlador, escribe Valbuena: “Por preceder de una creación vital, antes que literaria, Don Juan ni se logra ni se muere. Queda siempre -sombrero de plumas y espada al cinto- en todas las encrucijadas de las épocas, presto a emprender una nueva conquista, pero también pronto a evadirse”.
Cuando don Juan acude al convite del Comendador, cantan misteriosamente unas voces: “Adviertan los que de Dios / juzgan los castigos grandes / que no hay plazo que no llegue / ni deuda que no se pague”.