El golpe publicitario
Podemos apreciar también que toda tentativa de golpe de Estado constituye una formidable plataforma de impacto publicitario. Diríamos que es la primera conclusión a la que se llega, luego de mirar atentamente la trayectoria política de los protagonistas del 4F.
En efecto, la competencia política es ardua y salir del anonimato es casi toda una proeza para los individuos o las organizaciones que se aprestan a participar electoralmente. El azar juega un papel importante, pero los requisitos son tan exigentes como la paciencia que debe desplegarse ante la incomprensión, comprensión o sobrecomprensión de los ciudadanos que igualmente pueden abrigar expectativas no queridas o inflarlas de tal manera que entorpece el proceso de maduración estratégica, de ampliación de un determinado espacio político, ideológico o programático. La democracia es, ante todo, un esfuerzo común de construcción de verdades o de una verdad que pide aportes más o menos novedosos en sus aproximaciones a la vida y el lenguaje cotidianos. Y debe aceptarse el hecho de que, por muy fuerte, sólida y contundente que sea, nadie monopoliza esa ( s) verdad (es).
El país conoció en 1992 una serie de nombres que nada significaban para la gente con anterioridad. Me atrevo a aseverar que la intentona, frustrada o fracasada, funcionó como la expresión superlativa de un hecho noticioso cuyas ondas expansivas brindan un protagonismo inimaginado para algunos actores. Potencialmente, todo aquél que protagoniza un escándalo, sin importar el ámbito inicial donde se produzca, aún tratándose de la vida privada de los que hacen el espectáculo televisivo de rutina, ha superado un obstáculo esencial para sus posibles aspiraciones de poder: hacerse conocer. Por consiguiente, un acontecimiento de tanta importancia como es el del desafío violento a un orden institucional dado, ofrece la ventaja de capitalizar la atención de muchos en detrimento de los que, incluso, plantean el desafío pero por los caminos de una mayor moderación y previa aceptación de un régimen de libertades que evite sus distorsiones. Por lo general, quienes han ejercido la dictadura cuentan con el obvio conocimiento y reconocimiento de todos, para bien o para mal, al considerarse la posterior incursión en unos comicios libérrimos. Poco importa, por ejemplo, que Imelda Marcos haya sido una coleccionista patológica de zapatos, pues está en el parlamento desde 1995 y, de acuerdo a las agencias noticiosas, su candidatura presidencial lució vistosa aún cuando inexplicablemente ofreció a los filipinos “asegurar que la riqueza de Marcos vaya directamente al pueblo”. Cosas de la mercadotecnia electoral.
No obstante, la sucesión de las intentonas en un lapso tan corto, como el de 1992, no garantiza el protagonismo de todos. Hay una instantánea libertad de mercado, si se me permite, que señala a unos como los beneficiarios por excelencia de esa onda expansiva, frente a otros en el seno de esa o respecto a otra conspiración. Del fugaz vendaval, surge una iconografía que se impondrá independientemente de los méritos que puedan esgrimirse. Es Chávez (y, apenas, Arias Cárdenas), el sobreviviente frente a un Grüber Odremán o Visconti ya prácticamente desconocidos por la opinión pública.
INFRAPOLITICA
Asumo que la antipolítica fue originalmente tratada en el mundo académico como expresión de los movimientos alternativos que se gestaron frente a la política convencional, a juzgar por aquél trabajo de María José Rivas Funes que una vez descubrí en la Hemeroteca Nacional, cuando ésta recibía con cierta puntualidad revistas como “Sistema”, a principios de 1996. Luego, vino el seminario internacional sobre el tema, celebrado en Caracas por los socialcristianos, que ayudó a da distinguir entre las formas y contenidos aportados, entre otros, por los ambientalistas, homosexuales y obreros europeos, y las que adquirió en Venezuela, concretamente como una abierta manifestación antipartidista, que tuvo en los medios de comunicación una excelente tribuna y –también- en canciones como “Políticos paralíticos” de “Desorden Público” o “Miraflores” de “Sentimiento Muerto”, una buena muestra doctrinaria.
Lo cierto es que la antipolítica es una fórmula para hacer –precisamente- política y, vista la riqueza de matices creadores que alcanza en otros lares y, más allá de la terca vocación antipartidista que tiene en Venezuela, valdrá mejor denominarla infrapolítica. Y ello, porque hay una búsqueda autoritaria del consenso, profundizando en amenazas y prejuicios, miedos y estigmas, que hacen del oficio una celebrada épica de la intrascendencia, un cinismo de ocasión y una oportunidad para realizar el negocio que satisfaga alguna apetencia personal de alta factura consumista.
El país clamó seis años atrás por alguien que no fuese político, no tuviese vinculación directa o trato indirecto con la élite –al menos- parlamentaria y, por si fuera poco, proviniera de una institución que acunara los más excelsos e insospechados ideales de la patria. La consecuencia fue Chávez, como pudo serlo otro, acaso alguien del autoelegido núcleo de los “notables”, quizá Luis Vallenilla, y, ahora, en aras de la mera supervivencia en el poder, prueba todos los elementos que hacen de la política una tarea huérfana de una elemental noción de grandeza, nido de triquiñuelas y de mecanismos donde el cinismo culmina en la democracia participativa y protagónica, anulando toda efectiva noción de participación y de representación ciudadanas.
La infrapolítica se deleita en los partidos que ya no creen en la historia, sino en el instante, por lo que un ademán de responsabilidad pasa por el aprovechamiento de las oportunidades que el mismo gobierno ofrece y, digamoslo con franqueza, en las dádivas, cuotas u otras ventajas obtenidas por debajo de la mesa, sobre todo como contraprestación de las omisiones y confusiones que los supuestos adversarios puedan aportar. El ambigüo carácter opositor de líderes y organizaciones, ayuda en demasía y bien se consienten prácticas, como la de sabotear abierta o subrepticiamente a los compañeros que desean articular un genuino esquema opositor, a la vez que los medios acogen el cínico anuncio de tareas que no se harán.
Creemos en la necesidad de desarrollar una política democrática de centro, entendido como centro de compromisos, pero a veces se nos antoja que, en la mente de muchos, lo desean como un centro estéticamente adecuado, ésta vez, a la propia supervivencia personal de sus promotores. El asunto se agrava cuando las organizaciones de la llamada sociedad civil, igualmente, hacen de la infrapolítica su mejor estandarte: ideas, iniciativas y labores fundadas en un iluminismo pretendidamente cívico, en un voluntarismo reacio a aprender de las experiencias acumuladas y en una espontaneidad suicida, teniendo antes por enemigos a los mismos compañeros en la trinchera opositora (léase partidos), que al gobierno que celebra sus errores, pero cuida de no señalarlos como garantía de su estrategia de pulverización. Y de decente pulverización en nombre de una democracia manipulada con el hartazgo de formalidades.
BUHONEROS: LA POLVOREDA POLITICA
El actor político real de estos tiempos, saldo y consagración de la democracia dizque patriótica o bolivariana, está sintetizado en el mundo buhoneril. En otras oportunidades hemos insistido en la caracterización de una pieza vital para el régimen, sobresaliente cuando algunos personeros del gobierno, quizá de buena fe, pretendieron recientemente desalojarlos de las calles.
No hay un factor de convincente fuerza perturbadora en Venezuela que el de los agentes del comercio informal. Es muy elevado el costo de corrección de una situación que, así planteada, en nada contribuye a nuestro progreso como país. No sólo ha gozado el comercio informal del estímulo gubernamental, como válvula de compensación de sus ineptitudes y herramienta de contención de la oposición que desea tomar las calles, sino alcanza un inmenso poder simbólico en el régimen que enarbola como suya la suerte de los marginados o desplazados, cuya mejor credencial es el hambre. Por ello, es demasiado elevado el precio de un intento de reubicación de los buhoneros, por ejemplo, ya que la inmediata reacción es la de desafiar a las autoridades policiales, perturbar inmediatamente el orden público y levantar una polvareda que pronto juzgará la opinión pública: así como Estados Unidos perdió políticamente una guerra que militarmente ganaba en Vietnam, el gobierno puede arrasar con los buhoneros en las principales ciudadades, comprobado su impudor represivo, pero pagando el costo político en la única taquilla que queda en Venezuela, donde hay más de impunidad en las lides políticas.
Digamos que los ciudadanos cancelamos un alquiler por las aceras, calles y avenidas que no utilizamos. Contrastante con un pasado cada vez más remoto, hoy cumplimos con religiosamente con el IVA y otros impuestos, sin retribución alguna en espacios libres, ordenados, aseados y seguros. Peor, las autoridades caraqueñas que violaron las ordenanzas por mucho tiempo, al permitir el asedio comercial y la cotización de las entradas al metro, ahora literalmente rayan los espacios, intentando salvaguardarlos, concediéndoles tácitamente los restantes a la red buhoneril. Y no luce descabellada la ocurrencia de futuros elegatos sobre la condición alcanzada y sostenida en el tiempo, como poseedores precarios que brinde la oportunidad para el intento revolucionario de hacerlos propietarios de esas pequeñas parcelas que hacen la gigantesca, peligrosa y enrevesada pasarela urbana, asomando una inusitada y estruendosa demanda política.
Consabido, a los niveles de pobreza actuales contribuye un ingrediente novedoso: obreros calificados, técnicos medios y profesionales universitarios al desemplearse por largo tiempo, transitan el camino de la involución: ya no tienen ocasión para reentrenarse y reingresar a un reducido mercado laboral, cada vez menos exigente. Escasa la inversión privada, condicionada la que haga el Estado a sus aspavientos clientelares y –en definitiva- despolitizada realmente la agenda de sus preocupaciones, ésta vez la vávula de compensación a la progresiva descalificación profesional, convierte al buhonero de la clase media y de la denominada clase media popular en un activista gremial dispuesto a defender su último recurso de supervivencia, operando una pervertida repolitización de sus inmediatas e intransferibles demandas personales. No hay más organización que la de concursar en las escaramuzas defensivas de los espacios citadinos conquistado, para los cuales quedan la mucha o poca pericia mercantil, técnica y administrativa, que una vez fue promesa para un empleo formal, estable y seguro, pues atrás quedaron los sentimientos y compromisos de gremios que apenas prometían un remedio de largo plazo, cuando influyese en los distantes, etéreos y ajenos temas como el de la macroeconomía, saneamiento de los tribunales o fondos de pensiones.
FOTOCOPIAJE
Muchas de las diligencias de rutina requieren del inmediato fotocopiado de documentos. Más allá de los predios estudiantiles, aparecen y prosperan –incluso- los kioscos que ofrecen el servicio con las características semejantes de las máquinas remendadas, paridoras de papeles manchados y altares de empleados aburridos que dicen no creer de sus dañinos relámpagos.
Por lo general, no hay dependencia oficial que no exija la fotocopia de documentos, cuyos originales están en su poder. Exigencia que constituye un gasto adicional para el ciudadano que paga sus impuestos y debe rendir su paciencia ante esos pequeños templos del tóner, así estén retirados del lugar y deba, por nonagésima vez en el año, retratar nuevamente la propia cédula de identidad. A diferencia, por ejemplo, de las tiendas que venden celulares y saben que la fotocopia de la cédula del cliente es indispensable, incluyéndola como parte del servicio, los despachos del Estado la exigen, pero no la facilitan, aunque sea una materia prima en sus labores y luzca en el listado de adquisiciones una hermosa y sofisticada máquina.
Todavía queda tiempo de vida a la fotocopia en los trámites ordinarios, aunque existen dependencias que piden una impresión internetiana de los aportes del asegurado o del cobro de los empleados, como el Seguro Social o el Ministerio de Educación. Claro está, es más fácil y expedito, que el interesado acuda a un “cibercafé”, aligerando la carga del Estado. Habrá quien condene, precisamente, el servicio de interconexión e impresión privada, reclamando que se haga en taquilla oficial y apostando por una gigantesca licitación de “pe-cés” y “faj-móden”, para recibir por respuesta la única aceptación de la fotocopiadora ya conocida, artesanal y amigable.