Opinión Nacional

El gol o la vida

El momento supremo del fútbol: el gol. ¿El fútbol tiene similitud con la vida misma?

Se repite cada cierto tiempo. Un árbitro se equivoca y sentencia a un equipo, a sus seguidores y, en el caso de un Mundial de Fútbol, a multitudes de un país, no solo a la impotencia de padecer una injusticia, sino también a una sensación similar a la de, quien sabe, se aproxima la muerte: negación, dolor y resignación. Y es que en el fútbol, más que en cualquier otro deporte, el final de un partido se asemeja al de la vida, como lo describió con gran agudeza el filósofo hispano-venezolano Juan Nuño en sus ensayos “El Fútbol, los Toros y la Muerte” y “Teoría de los Juegos”.

En el segundo escrito, Nuño propone que el fútbol puede ser el más popular de los deportes porque el espectador puede identificarlo con su propia experiencia vital, pues, si bien todos los juegos generan tensión y son agónicos, solo en el balompié se experimenta el implacable paso del tiempo real (en contraste con el beisbol o el tenis, que son atemporales, o el basquetbol y otros en los cuales se le “congela”). Por ende: “Un partido de fútbol es más angustioso y dramático que otro juego cualquiera porque, en él, el tiempo corre paralelo al tiempo de la existencia humana. La pasión que genera el fútbol hunde sus raíces en la oculta presencia de la muerte, que está presidiendo todos los actos humanos, cada vez que esos actos se miden con el paso del tiempo. De ahí esas angustias por el final de un juego de fútbol; de ahí, también, esa descarga tensional cuando algo ayuda a eliminar la presión del tiempo”.

El fútbol, como la vida, responde a reglas, y como no se ha permitido que en los estadios se presenten repeticiones de las jugadas polémicas, estas están sometidas a –como lo define Nuño– “la absoluta subjetividad del único no jugador, el árbitro. Paradoja del juego: decide quien no juega, decide el voyeur oficial, el espectador privilegiado”. Y así como, mientras más agnósticos o ateos más preguntamos a Dios por qué nos suceden cosas malas o injustas (puesto que muchos devotos religiosos aceptan su destino sin mayores cuestionamientos), a los jugadores y espectadores no les queda más remedio que aceptar la autoridad del hombre que representa la función divina en el campo de juego: el árbitro. Es él quien decide si dar una prórroga para sobrevivir y, quizá, obtener un empate o victoria que permita transitar a una próxima fase, o de quien depende que el objetivo, el “goal”, sea “santificado”. Por eso, cuando la divinidad se equivoca, es más que inaceptable, es una herejía que no tiene perdón.

Esta complicada experiencia la sintieron los seguidores del equipo Alianza Lima en la Copa Libertadores, cuando, a pocos minutos del final de un partido contra la U. de Chile, en su sede, el árbitro cambió su decisión de anular un gol y se lo concedió al equipo anfitrión luego de recibir la presión del entrenador y de la banca del equipo chileno. Este es uno de los pocos casos en los que un árbitro principal cambia su decisión inicial, que en este caso abortó la clasificación del equipo peruano a la siguiente ronda, ocasionando un escándalo que requirió la presencia de policías para defenderlo, y una crisis de autoridad que lo bajó de las alturas celestiales. ¿Acaso Dios cambia una decisión? (Bueno, una sola vez, lo que irritó a Jonás, el que navegó en las entrañas de un gran pez para no predicar la destrucción de una ciudad que, por arrepentimiento, se salvó de la ira divina, pero no la del “profeta submarino” colérico porque, luego de ser obligado a dar malas noticias, quedó como un gran farsante).

Que un árbitro pierda la cualidad de estar más allá del bien y del mal en un partido de fútbol es cosa inusual, pero ocurre muy de vez en cuando, como otros ejemplos lo comprueban. El 25 de enero de 2010, en un partido de la liga albanesa, el juez cambió tres veces su decisión sobre un penal y, finalmente, optó por anularlo tras ser amenazado por el presidente del club afectado y el alcalde de la ciudad en donde se disputaba el encuentro.

¿Y qué de aquel partido entre las selecciones de Francia y Kuwait, durante el Mundial de España 82, cuando en el segundo tiempo Alain Giresse marcó el cuarto gol de “les blues” y el equipo árabe se abalanzó al árbitro reclamando posición adelantada? El juez se negó a cambiar su decisión hasta que un jeque, hermano del emir de Kuwait, llamó a su equipo a abandonar el terreno al no reconocer la decisión tomada en el campo. El “espectador privilegiado”, el ruso Miroslav Stupar, entonces decidió conversar con el jeque y le dio un jaque mate al gol que había concedido. Los franceses se tomaron el asunto con vino, pues ya tenían el partido asegurado, y la justicia se impuso cuando marcaron otro gol, para balancear la herejía ocurrida.

¿Un entrenador, un alcalde y un jeque con más poder que el ser destinado a decretar el destino de todo lo que ocurre en el espacio (el mundo), y el tiempo (la existencia) del fútbol?

Como todo, el fútbol también se ha devaluado y, al igual que Dios, es utilizado más que nunca para justificar lo injustificable. El árbitro se ha convertido, poco a poco, en una autoridad que puede ser utilizada al servicio de una causa.

No se le escapó a Nuño qué tan parecido es el fútbol a la existencia, que con el tiempo se comenzaron a buscar maneras de amortiguar en algo la crisis existencial que producía a los espectadores, y de ahí se adoptaron recursos para prolongar el paréntesis: “En vez de un solo juego crean una sucesión temporal de juegos, bajo la forma de ligas, campeonatos y, en general, torneos de toda suerte y diversidad de participantes. Es un refuerzo lúdico para hacer que el tiempo del juego se prolongue y, de esa forma, aislarse un poco más del verdugo que a todos nos espera al fin del camino, el ‘ejecutivo cobrador de la Muerte’, como lo llamaba Quevedo”.

Más paréntesis, más desgaste de los futbolistas que cada vez se comportan más como modelos que como deportistas, más espectáculo y menos técnica, y entonces, ¿por qué no?, también debía llegar la hora en que los árbitros abandonaran el Olimpo y se volvieran terrenales como para retractarse y cambiar de opinión por motivos mundanos. Jueces injustos que, definitivamente, no pueden aspirar a parecerse a lo que imaginamos de Dios, cuyas decisiones nos pueden parecer agraviantes, pero son definitivamente, con la excepción del caso de Jonás, inmutables.

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