El fin
Los países no se acaban, no se terminan. No tienen una santamaría que pueda clausurarse sobre ellos.
No caducan, o se rompen, o se desvanecen.
Les digo esto porque quiero decírselo a algunas personas cercanas. A mí mismo, incluso.
Los países no se mueren. Los países se transforman. Eso sí. Cambian. Incluso hasta volverse, en unos cuantos ámbitos, irreconocibles para quienes han vivido siempre en ellos o para quienes vuelven después de algunos años.
Además, esos cambios no pueden interpretarse desde un solo sitio y jamás serán recordados por todos del mismo modo. Varían las interpretaciones del presente tanto como lo hacen las del pasado. Unos tienen razones para la nostalgia, otros sólo para el resentimiento, otros para la esperanza y unos más sólo piensan en salir corriendo de aquí, cuanto antes.
Un país contiene demasiadas cosas. Millones de personas, por ejemplo, cada una distinta a las demás, aunque las mayorías tengan esa peligrosa tendencia ¬aquí y en cualquier parte¬ a incurrir en la peligrosa soberbia del ignorante que cree que lo sabe todo. Y cada habitante puede tener una opinión sobre lo que está pasando; si quiere, si decide hacerlo, puede tener una opinión propia. Eso depende de su historia personal, intereses, perspectivas, de muchísimas razones. Puede, por ejemplo, pensar que no, que Venezuela no se acabó, sino al revés, que ahora es que está comenzando. A mí podrá parecerme que Venezuela está en un momento espantoso, y a lo mejor a usted también, pero puede que el señor que le vendió este periódico piense exactamente lo contrario, o su pareja o su mamá, o el que lo atendió en la panadería, o el vecino que en este momento está atormentando a toda la cuadra con la música que sale del carro que está lavando.
Es una idea exasperante, pero nos asalta a diario: que para uno y unos pocos más, al parecer, las cosas están terribles, pero por la calle se ve a la gente feliz, echando chistes, paseando el perro, comprando televisores o bajando para la playa. Es como cuando uno está en el pasillo de una sala de emergencia, esperando por un pariente grave, y mira que, fuera de la clínica o el hospital, los demás hacen su vida de lo más contentos. Pero lo cierto es que las fuerzas del cambio no se detienen nunca, aunque a veces parezcan bajar la velocidad. Uno siempre sale de esa sala de emergencias, de una manera u otra, aunque puede que no sea con los resultados deseados.
El país está convirtiéndose en otra cosa. ¿En qué? No lo sabemos todavía. Pero no se terminó.
Se terminó lo que creíamos que era, lo que nos gustaba, o parte de eso. Ha habido pérdidas importantes, pero hasta ahora, la pérdida no es total.
Creo.
Ahora, la decisión que cada quien tome frente a su respectiva lista de pérdidas y ganancias es otra cosa, si es que se ha tomado la molestia de hacer esa lista, si es que la desazón lo ha llevado a eso. Unos se irán, otros no. Unos respaldarán el desenlace de este juego trancado, otros vivirán añorando justo estos años que otros deploramos.
Pero el fin será un relato que una parte de la gente compartirá. No más. No habrá tal cosa como un fin. Sólo cambio, cambio, imparable cambio, aquí y en todas partes, ahora y siempre.