Opinión Nacional

El fin

Dos palabras quizá no apropiadas para terminar la película con poco de ciencia y mucho de ficción de un político que sufre una derrota catastrófica a sus 58 años, pero que dados los trillones de palabras con los que quiso construirse una leyenda de héroe que solo existió en su imaginación, son por su brevedad, rutina y contundencia las que mejor expresan los particulares días que empezarán a asfixiar desde mañana al teniente coronel, Hugo Chávez.

Realidad que no tiene necesariamente que ver con el fatalismo de que por unos pocos votos, un fraude, o un autogolpe aun permanezca meses o años en el poder, y si con el espanto de sentirse abandonado por las multitudes que alguna vez le hicieron creer que era una suerte de reencarnación de Lenin, Stalin, Mao o Fidel Castro.

“Héroe y revolucionario” que ráfaga de viento más adecuada para el ego inflado pero perdido de este hijo de la clase media baja venezolana contaminado por fábulas de la guerra nacional de independencia, la guerra federal, la revolución rusa, la gesta de Mao y la más fantasiosa que real hazaña armada de los barbudos de Fidel Castro en la Sierra Maestra.

Cóctel con los ingredientes suficientes para incendiar la normalidad neuronal de cualquier mortal, y más para uno que se había incautado de historias y destinos que no le pertenecían y contó con la dación de una sociedad que le permitió manejar sus cuantiosas riquezas a su real haber y entender.

De modo que, mitografía revolucionaria y petrodólares en abundancia de las mismísimas arcas del capitalismo y del imperialismo, son las claves que explicarían la notoriedad de este venezolano nacido para hablar muchas cosas y hacer pocas y terminar en muchos sentidos hablando y gesticulando solo, porque su estado de salud no le permitió captar la señal de: “El show ha terminado”.

Sería injusto, sin embargo, no reconocerle algún mérito, un solo mérito, a un actor que pasó buenos de sus 14 años en el poder llamando la atención de líderes, autoridades y celebridades mundiales, asaltando los titulares del sistema de medios en todas sus modalidades y provocando a veces amor, a veces odio, admiración, rechazo pero siempre en los titulares de las batallas que más amó y emprendió: las de las noticias.

En otras palabras: que un hombre del teatro, de las tablas, de la escena, Chávez, no tuvo competidores a la hora de ganarse el aplauso de los más diversos públicos y recibir más y más bises, ya se tratara de decir en la ONU que necesitaba azufre para exorcizar el recuerdo del presidente norteamericano George Bush en la Asamblea General que lo había presidido en el uso de la palabra, o de decir que el primer ministro inglés, Tony Blair, era “un redomado hijo de perra, un embustero y un ladrón”.

Y por tanto, y quizá sin proponérselo, un star que pudo ser de las mejor pagadas en los contratos de la “sociedad del espectáculo” que tan quirúrgicamente disecciona, Mario Vargas Llosa, en su último ensayo, y que si bien no sirvió para otra cosa que para arruinar a Venezuela, si le brindó la oportunidad de ultravanagloriarse y darle a los propietarios, y anclas de los medios radiales y televisivos “la gloria” de estar siempre en la pelea de los primeros lugares del ratting, y de no dejar de amarle…a pesar de todo.

No era, por supuesto, nada nuevo, puesto que ya Hitler, Mussolini y Fidel Castro habían descubierto y usado y abusado de las cámaras y los micrófonos como armas de guerra, pero eso fue en situaciones de conflictos mundiales donde la humanidad se paseó por la idea cierta de desaparecer, pero nunca en épocas de paz donde el actor se impuso por sus recursos mismos, por sus cualidades innatas para estremecer a los públicos y llevarlos dócilmente a las taquillas.

Chávez como enriquecedor de la “cotorra” que en otros idiomas se llama “rap”, u olfateador del género de enorme éxito en la última década que se conoce como “reality show”, son méritos imposibles de regatearle y que los historiadores futuros del entertainment le reconocerán si logran ser objetivos y honestos.

Con todo lo cual no estoy diciendo otra cosa, sino, que no culpemos exclusivamente al actor sino también al dramaturgo, a la mano, o manos, que llevan siglos delineando, corrigiendo, aumentado, enriqueciendo, tachando y continuando el drama que no puede llamarse de otra manera que: “REVOLUCION”.

Es cruel, irracional, ingenuo, sangriento, simple, injusto, inflado, retórico, ilusorio, fantasioso pero entretenido, divertidísimo, y en todas las épocas, y mientras la humanidad exista, encontrará actores y actrices dispuestos a reponerlo, versionarlo, escenificarlo y, lo que es mejor, a un público cautivo que seguirá sus incidencias.

Creo que sus líneas maestras fueron trazadas en la “Gran Revolución Francesa”, y que, desde entonces, Marx, Engels, Lenin, Stalin, Mao, y Fidel Castro (para solo citar a unos pocos de los miles que le han agregado líneas, párrafos, personajes, decorados y escenas) no han hecho otra cosa que continuar una tradición reciente, pero alucinante.

Y cuyo hondo, aterrador y espectral sentido se descubre cuando los que hasta hace un instante aplaudían, reían y celebraban, salen del teatro y perciben que ellos también eran parte del drama, hacían de personajes, extras o tramoyeros del argumento y tienen, por tanto, sus vidas destrozadas.

Ya no hay más vida ficcional sobre las tablas, ni personajes de circunstancias en la escena, ni coros que entran o abandonan el stage, sino auténticos dictadores, dueños de nuestras vidas y haciendas que ya dispusieron de nuestro tiempo y nuestros sueños, que nos pueden mandar a callar o gritar, reír o llorar, estar libres o presos, irnos o quedarnos en el país, y en último término, a vivir o morir.

Tenemos también noticias de que, como en la escena, vivimos en una sociedad de odios, de guerras, de venganzas, de violencias, donde ya fuimos ubicados en un bando, y que si no ejecutamos el papel que nos corresponde, podemos pasar a hacer parte de la nada, de los eliminados, de los que no existen.

Cárceles, cerrojos, patíbulos, balsas que se pierden en los océanos cargados de condenados que logran escapar de los ladridos y olfatos de sus perseguidores, son también partes de las informaciones que ya pasan a ser rumores, porque no hay medios que las impriman, ni radios ni televisoras que las trasmitan.

Pero, igualmente, podemos tener noticias de lo impensable, de lo que no estaba en el drama, en el guión, y si estaba, se ocultó, se escamoteó: una barriada, o urbanización tal, o ciudad o pueblo cual se alzó, comenzó una suerte de intifada, se extendió como pólvora, el país está en pie de guerra y el dictador, el mandamás, el caudillo, el jefe es ahora un animal herido que huye o está preso.

Pero también puede ser que por razones que los que leen este artículo conocen mejor que quien lo escribe, el dictador convocó a unas elecciones confiando en relegitimar su poder a través del voto popular y que el pueblo cansado de sus desmanes, y a pesar de las trampas que ha articulado para ganar fraudulentamente, lo derrote y lo tenga ahora en la presión de entregar el poder o exponerse a una sanción penal, política y moral que en ningún sentido mejoraría sino que empeoraría su suerte.

Pero adivinen ¿quien lo derrotó?: un hombre joven, puede decirse que igual que todos los jóvenes del país, que no se siente dios, héroe, ni salvador, ni redentor de la patria, ni de ningún otro ente, sino creyente de la religión de que Venezuela se reencuentre y se reconozca en el esfuerzo de que sus hijos vivan en paz, como hermanos, y amen, estudien y trabajen y progresen en una sociedad reconciliada donde una constitución consensuada nos trace las normas, leyes y códigos que debemos aceptar y respetar.

No más progreso sin libertad ni democracia entonces, ni más violaciones de los principios fundamentales de la Constitución, porque regresarle sus derechos humanos a los injustamente excluidos, implica la inmolación de la libertad.

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