Opinión Nacional

El Embajador humillado

El Embajador de Estados Unidos en Venezuela, William Brownfield, ha sido repetidas veces humillado por grupos armados a las órdenes del gobierno de Hugo Chávez. En días recientes, una pandilla violenta le agredió mientras el diplomático se dedicaba a obsequiar equipos deportivos a niños pobres en Caracas. Estos hechos tienen un profundo significado político y sicológico, y para ponerlo en perspectiva se requiere algo de historia.

El sistema internacional vive hoy una situación análoga a la que experimentó apenas terminada la Primera Guerra Mundial. Entonces, y en vista de la horrenda carnicería del conflicto, influyentes voces se alzaron para condenar la guerra, decretar su eliminación para siempre, y anunciar lo que presuntamente sería un sólido período de paz global. Las democracias habían triunfado, los imperios agresores se habían derrumbado en Alemania, Austria y Rusia, y ahora los pueblos y sus líderes aborrecían las guerras. ¿Qué más se requería para garantizar una duradera etapa de paz?

Pero la paz internacional no es producto de la buena voluntad sino del ejercicio del poder, bien sea de su equilibrio o su hegemonía. En 1918 Inglaterra y Francia, los vencedores que tenían la responsabilidad de preservar una paz de equilibrio o hegemonía, se replegaron a sus quimeras, en tanto que Mussolini y Hitler avanzaban sin que alguien se atreviese a detenerles a tiempo. Si en 1934, por ejemplo, Inglaterra y Francia hubiesen tenido el valor de hacer cumplir el Tratado de Versalles, Hitler hubiese caído y se habría evitado la Segunda Guerra Mundial.

De manera similar, después del derrumbe del imperio soviético y el colapso comunista, se escucharon ilusas proclamaciones sobre el fin de la historia, el triunfo de la democracia y la paz. Semejante objetivo sólo tenía algún chance de materializarse si Estados Unidos, poder hegemónico después del fin de la URSS, hubiese asumido su responsabilidad de definir e imponer un principio de orden internacional que impidiese una repetición de lo ocurrido entre 1918 y 1939. Pero Washington es un «imperio» sin voluntad imperial. Ese principio de orden sólo podía resultar de acciones estadounidenses decididas e implacables, pues los europeos, débiles y acobardados, jamás correrán los riesgos de contener el fundamentalismo islámico, el radicalismo populista, y la creciente anarquía internacional. En cuanto a la ONU, no es más que una farsa.

Estados Unidos no ha sido capaz, hasta ahora, de responder con firmeza al desafío post-comunista. A pesar de los esfuerzos de la administración Bush, la quinta columna representada por la izquierda estadounidense, ebria de odio hacia su propio país, así como el cortoplacismo de la sociedad norteamericana, han impedido que se entienda lo que está en juego y se asuman sus consecuencias. La guerra de Irak es un ejemplo: una guerra hecha a medias, en la que los «derechos humanos» de los terroristas son más importantes para la prensa de izquierda estadounidense que el destino de sus compatriotas en combate.

Y aquí volvemos al Embajador Brownfield. Una gran potencia, y Estados Unidos lo es en lo militar (mas no en su sicología), no puede permitir que su representante en Venezuela sea humillado y nada ocurra. Con ello, Hugo Chávez no hace sino reforzar su convicción de que Washington es un poder en decadencia, y que él y sus aliados pueden proseguir su aventura revolucionaria, sin que su osadía implique costos reales.

Entregar juguetes a los pobres es excelente, y ojalá Brownfield lo siga haciendo, pero ése no puede ser el eje de la estrategia de un gran poder. Mediante la ruta benevolente no habrá jamás aprendizaje de parte de Hugo Chávez, quien estará dispuesto a subir la apuesta hasta el punto en que las cosas lleguen demasiado lejos, y una confrontación decisiva y dolorosa resulte inevitable. Algo similar ocurre con Irán. Si Washington actúa ahora será costoso, pero si lo deja para más tarde el precio será gigantesco. No se trata de declarar la guerra a Chávez, sino de enseñarle que «no hay almuerzos gratis en las relaciones internacionales». Sobran maneras de lograrlo.

El Embajador Brownfield es un buen profesional, y no es su culpa que le ordenen ejecutar una política de blando apaciguamiento. No caer en provocaciones no es, con respecto a Chávez, una estrategia sino una excusa para la pasividad. Lo dijo Maquiavelo: «Los hombres temen menos ofender a quien se hace amar que al que inspira temor». Chávez le perdió el respeto a Washington, y por ello el caudillo venezolano proseguirá su marcha hacia la guerra.

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