Opinión Nacional

El edecán de Betancour

En tiempos en los que no queda más remedio que cuestionar abiertamente la honorabilidad de los militares, es muy importante que aparezca un libro que demuestra la existencia, aunque sea en otro tiempo, de un militar de conducta ejemplar. Se trata del general Oscar Zamora Conde y del libro “El edecán de Betancourt, conversaciones con Oscar Zamora Conde,” editado por “Libros Marcados,” que contiene, más que un diálogo con el militar retirado (de 92 años), sus recuerdos, sus verdaderas memorias, recogidas por Álvaro Pérez Betancourt y Claudia González Gamboa, que tuvieron el acierto y el mérito de limitar sus intervenciones al mínimo y permitir que el personaje se explayara, hablara libremente, recorriera de memoria muchos de los espacios de su pasado, al extremo de que el lector pueda “oír” su respiración, pueda “escuchar” su voz, muchas veces emocionada y siempre diciendo cosas que resultan interesantes.

La “Introducción”, o prólogo, estuvo a cargo de otro hombre lleno de experiencias y honores, Ramón J. Velásquez, que nos habla del fin de la dominación andina y narra con maestría lo ocurrido entre la llegada de Cipriano Castro al poder y la salida de Isaías Medina Angarita, casi medio siglo después, cuando Rómulo Betancourt y sus seguidores y amigos instauraron por fin la democracia en el país, proceso en el que participó activamente Oscar Zamora Conde. Y al terminar las palabras escritas por el doctor Velásquez, luego de una brevísima introducción de los entrevistadores (o compiladores o facilitadores), empieza el veterano general a hablar, a contar su vida, para lo que retrocede al momento en que el primer Zamora, el revolucionario Ezequiel Zamora, asoma su rostro inconfundible en la historia.

Luego habla de su familia, de su infancia, de su juventud, y lleva al lector, convertido en atento espectador, por todas las peripecias del país de las que fue testigo privilegiado, excepcional. Narra lo que vivió el 18 de octubre del 45, cómo se convirtió en edecán de Rómulo Betancourt durante el gobierno de la Junta Revolucionaria, y cómo trató de evitar la caída de Rómulo Gallegos, y luego quiso advertir a Delgado Chalbaud que tratarían de asesinarlo, como en efecto lo hicieron en noviembre de 1950, cuando Pérez Jiménez no se atrevió a asumir directamente el poder, que sí asumió tras las elecciones fraudulentas y el golpe de 1952, que para Zamora implicó un incómodo y sacrificado exilio que terminó con el derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez, en enero de 1958.

Con Rómulo Betancourt convertido en presidente, Zamora desmanteló la Seguridad Nacional y se convirtió en jefe de la Digepol, lo que le permitió saber todo lo posible sobre la subversión antidemocrática que produjo entre otros frutos perversos el atentado de la Avenida los Próceres, contra la vida del presidente Betancourt, y las guerrillas izquierdistas alentadas por Fidel Castro, contra las que Zamora combatió exitosamente, sin poder imaginar que muchos años después volverían sus impulsores dentro de un Caballo de Troya. Los entrevistadores (o compiladores o facilitadores) no sólo permitieron que el protagonista se expandiera a sus anchas en lo que narra para la historia, sino que tuvieron el acierto de dejar lo narrado tal como salió de la privilegiada cabeza del narrador. Así, hasta sus equivocaciones son valiosas. Por ejemplo, en la página 91 afirma que Alberto López Gallegos era sobrino de Rómulo Gallegos, cuando, a pesar de la coincidencia de apellidos, no había ningún parentesco entre ambos.

Don Rómulo era descendiente de un músico maracayero, y López Gallegos lo era de uno de los primeros alcaldes de Coro en tiempo de los Welser y de su nieto, uno de los fundadores de Caracas. Fueron, eso sí, muy cercanos, pero nunca se tuvieron por parientes. También afirma que López Gallegos era gobernador del Distrito Federal y estaba en Caracas cuando tumbaron a Gallegos, pero Alberto estaba en Maracay como gobernador de Aragua, y fue de los que, junto con su hermano Guillermo, trataron de formar gobierno con Valmore Rodríguez, que como presidente del Congreso quiso asumir la presidencia de la República y formó un gabinete provisional, que duró unas pocas horas, en tanto que la prisión de sus integrantes duró varios meses y el exilio de algunos de ellos, varios años.

Eso lo sé muy bien porque desde 1961 estoy casado con Natalia López Arocha, hija de Guillermo López Gallegos y sobrina (y ahijada) de Alberto. Desde luego, esa pequeña falla de memoria, muy natural en alguien que ha vivido 92 años, no desmerece en absoluto el testimonio, ni disminuye para nada el mérito de los muchísimos aciertos y pruebas de una memoria excepcional. Hacia el final del libro, cuando ya se parece más a una entrevista, el entrevistado, protagonista, narrador, declara que quiere ser recordado “Como Oscar Zamora Conde, un tipo tolerante, pero cuando las cosas exceden los límites de la dignidad me aparto y no participo. Como un hombre que ha defendido siempre sus valores y ha luchado por sus principios y se los he transmitido a mi familia.” Es decir, como un militar verdaderamente digno, cumplidor de su deber e inequívocamente fiel a su patria y a su pueblo.

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