El dictador: buen fabricante de nostalgias.
En los últimos diez años perdí a mi Venezuela de carne y hueso. Cuando decidí salir del país, muy probablemente para no regresar jamás, lo hice porque ya no se parecía en absoluto a la Venezuela que yo había conocido por años. Esa Venezuela existía ya solamente de las puertas de mi casa para adentro y en algunos sitios selectos del país, como los pequeños pueblos andinos. Al salir de mi casa todo lo que veía, oía y olía contrariaba profundamente mi visión de lo que un país debe ser. Me enfrentaba a una suciedad denigrante, a un tráfico caótico, a un índice de criminalidad que me hacía sentir francamente inseguro, yo, quien jamás había sentido tal sensación. Mis días estaban llenos de momentos traumáticos que no tenían nada que ver con la calidad de la vida: protestando los apagones frecuentes en las oficinas de Eleoccidente, esos nidos de indiferente incompetencia; esperando un par de horas en una cola bancaria para cambiar un modesto cheque; atracado en un lío de tráfico entre Valencia y Puerto Cabello; involucrado en la misión imposible de buscar vegetales y frutas frescas en Tocuyito.
Y, la guinda en la torta, sin poder escapar de la omnipresencia de una revolución procaz, indecente, pomposa y cursi que había capturado las instituciones, avasallaba todos los espacios públicos y todos los medios. En todas partes, la figura roja de Hugo Chávez despidiendo un fétor compuesto de odio, inferioridad y resentimiento, con el cuál babeaba a mis compatriotas de escasos recursos intelectuales o financieros.
Era demasiado. Llegué a la conclusión de que no podría vivir mucho tiempo allí, en aquella Venezuela de pesadilla. He logrado encontrar la tranquilidad y la felicidad fuera de mi país, debido a la generosidad del país donde estoy pero también al ejercicio intelectual de fabricar mi propia Venezuela, una ilusión quizás, pero no por ello menos poderosa.
En esta Venezuela co-existen las lectura, siempre vivas y emocionantes, de Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, Arturo Uslar Pietri y otros ilustres desaparecidos con mis memorias abundantes de un paseo entre la neblina que rodea el hotel Los Frailes o en el parque Cachamay en Puerto Ordaz; del disfrute de los paisajes áridos de Siquisique y Bucarito o la mágica visión de los vuelos de garzas en lo que fue el Hato Piñero, santuario ecológico hoy abandonado. En mi Venezuela todavía hay retretas pueblerinas, donde los jóvenes aprovechan para verse, así como ferias de pueblo donde la gente va a divertirse sanamente y no a recibir limosnas humillantes del político local. Se puede viajar tranquilamente, sin que ello constituya una lotería en la cuál se puede perder la vida. Es una Venezuela de horizontes, no de nubes tormentosas. En mi Venezuela estoy rodeado por una sociedad solidaria, no hostigado por una colección de tribus dispersas y hostiles que ni siquieran hablan el mismo idioma.
En cierta manera el régimen de Hugo Chávez se ha constituído en el más poderoso fabricante de nuestras nostalgias. La nostalgia no existe cuando la Venezuela real coincide con nuestra visión. Existe cuando esa Venezuela de nuestra visión ha sido reemplazada por un país de pesadilla, degradado, aplastado bajo la bota inculta.
Mi misión muy modesta es ahora la de ayudar a restituir la Venezuela de mi visión. No la veré ya en carne y hueso pero la veo en un futuro en el cuál vivirán mis descendientes. Ellos recordarán que, por un breve tiempo,Venezuela se sumergió en un pantano maloliente, del cuál salió ayudado por quienes no olvidaron lo que habían perdido.