Opinión Nacional

El día que los “escuálidos” desbordaron la autopista

En medio de la orfandad actual, parece que hubiesen transcurrido cien años desde aquel 11 de abril de 2002, cuando un gigantesco y colorido mar de gente se desplaza por la Autopista del Este, camino a Miraflores, para exigirle a Hugo Chávez que cambie la directiva integrada por los conocidos izquierdistas colocados en PDVSA, que restituya en sus cargos a los gerentes de la industria petrolera despedidos de forma ominosa a través del programa Aló, Presidente, que derogue la Ley de Tierras y los otros instrumentos intervencionistas promulgados en el marco de la Ley Habilitante, que anule el decreto 1011, mediante el cual pretendía (y aún pretende) convertir la educación básica en un aparato de ideologización bolivariana. El movimiento que comienza a gestarse con el paro cívico del 10 de diciembre de 2001, que da una demostración contundente el 23 de enero siguiente, y que prepara el segundo y más contundente paro que arrancaría el 8 de abril, eclosiona con una fuerza incontenible ese extraordinario jueves 11 de abril.

Un sector inmenso de la clase media junto a capas más populares, sale a recorrer las calles de Caracas para demostrar su fuerza y decirle a Chávez que no están dispuestos a aceptar que en Venezuela se imponga un régimen autoritario y personalista, cuya intención apunta hacia el objetivo de acabar con la industria petrolera, imponer un modelo similar al implantado por Fidel Castro en Cuba y, al final de cuentas, destruir la democracia. Ese caudal incontenible se forma en poco tiempo. Sólo unos pocos meses antes la oposición estaba integrada por un grupo raquítico, los “escuálidos”, que provocaban la sorna del caudillo. Las primeras tímidas manifestaciones en Chacaíto y en el centro de Caracas son reprimidas, no por lo cuerpos de seguridad del Estado, sino por la milicia organizada y dirigida por Lina Ron, esa aguerrida combatiente protegida y financiada por el oficialismo. Con odio se humilla a los que en ese momento representan una precaria minoría. La oposición ni siquiera reúne los méritos para ser agredida por la policía. Basta con rodearla con unos forajidos tarifados. Sin embargo, como suele ocurrir con los mandatarios arrogantes, el pueblo -el soberano, según la expresión en boga de aquella época- se hastía del delirio del Presidente de la República y sale a demostrar que la fibra democrática -a pesar de las continuas amenazas proferidas por Chávez trajeado de militar y de las descalificaciones a los “escuálidos”- aún se mantiene intacta.

Por desgracia, la masa humana que avanza hacia Miraflores -y que con valentía y tenacidad arriesga sus vidas para demostrar la fortaleza de sus convicciones- junto al país que la respalda desde sus casas, sufre dos emboscadas. La primera en los alrededores del Palacio. Los francotiradores, estratégicamente colocados en los edificios aledaños a la sede del Gobierno, disparan a mansalva contra la muchedumbre desarmada. Estos crímenes quedan impunes. A los familiares de los compatriotas que mueren ese día, el Gobierno les niega el derecho a saber de dónde procedieron las balas. Expertos en adulterar la historia, los únicos llevados a prisión son Lázaro Forero y Henry Vivas, los dos comisarios de la Policía Metropolitana responsables de proteger a los manifestantes. En cambio, los pistoleros de Puente Llaguno salen convertidos en héroes de la revolución.

La otra emboscada dura más tiempo. Comienza la madrugada del 12 de abril y concluye con la reposición de Chávez en el poder, 40 horas más tarde. Los ciudadanos sufren la traición de una dirigencia civil y unos oficiales que no saben situarse a la altura de la gigantesca fuerza desatada por la gente. Los graves errores que se cometen en esas horas cruciales, no le permiten al naciente Gobierno ni siquiera ensayar algunas medidas iniciales. El decreto de constitución del nuevo Gobierno lo deja herido de muerte. Los militares que le habían solicitado la renuncia al jefe del Estado, “la cual él aceptó”, de acuerdo con la versión dada por el general en jefe Lucas Rincón, no tienen el coraje de asumir el proceso de transición, ciertamente difícil, que la renuncia de Chávez abría. No son capaces de comprometerse a fondo con Pedro Carmona, ni de introducir los cambios que habrían restablecido la institucionalidad, quebrantada por el malhadado Decreto. Tampoco poseen el fuelle para asumir directamente la conducción de la nueva etapa que se asoma. Prefieren rendirse ante Raúl Isaías Baduel sin dar batalla. Las amenazas de avanzar hacia Caracas les provocan olas de vapor en la espalda a esos oficiales.

La combinación nefasta de un Decreto absurdo y unos militares temerosos, destruyen el esfuerzo de una colectividad que había llegado al límite de sus posibilidades. El golpe de Estado, del que tanto hablan los chavistas, no se produce contra el Gobierno y el Presidente, sino contra los cientos de miles de personas que dejan sus zapatos en las calles de la capital y contra los millones de venezolanos que ven en la renuncia de Chávez, forzada por la potencia de la gente, la esperanza de restituir plenamente la democracia e impedir que el país avance viento en popa hacia el “mar de la felicidad”. ¿Acaso no sabían los oficiales que el retorno de Chávez al poder significaría, más pronto que tarde, la destrucción de las Fuerzas Armadas y de PDVSA, el control total de todas las instituciones, el uso de la educación para adoctrinar a los niños y jóvenes? ¿Era muy difícil prever que su regreso se traduciría en una alianza más firme con Fidel Castro y con los movimientos subversivos latinoamericanos? Ahora estamos pagando con creces las consecuencias de aquella trágica paralización.

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