El desmesurado de Jorge Amado I
En esta y en la siguiente entrega recordaremos un prodigio de la literatura del continente. En la segunda parte podrán leer algunas de mis traducciones del gran maestro brasileño Jorge Amado, quien se negó a sacralizar sus recuerdos en páginas de memorias formales, como los libros que suelen escribir los grandes escritores para imprimir una huella inteligente a la historia de sus hechos personales y de paso, corregir y enmendar planas de su propia vida y de los implicados en ella.
Uno de los últimos libros de un escritor prolífico que nunca recibió el premio Nobel, aunque lo mereció como Borges, Drummond o Rulfo, fue precisamente «Navegación de cabotaje»; Y éste se debe incluir en una tradición de textos reflexivos sobre la historia personal, del que forman parte las Antimemorias de Malraux, aunque en este caso, somos testigos de la visión crítica desenfadada, tropical, inmersa en la desmesura de un portentoso y sensual autor del nordeste brasileño.
Aunque el título hace referencia al cabotaje que concentra la navegación a las costas de un solo país, en este álbum de imágenes y remembranzas deliciosas no sólo encontramos una crónica detallada y con altas dosis de humor de varias décadas de la historia política, social e intelectual del Brasil del siglo XX. Fluyen también algunas páginas admirables sobre pensadores y creadores europeos y latinoamericanos, de poderosa influencia en el mundo contemporáneo. Amado escribe y describe sus encuentros con Neruda, Eremburg, Alberti, Aragón o Sartre, entre otros, desde la perspectiva de una sana irreverencia.
Como una fruta sabrosa, de colores y texturas intensas y desconocidas, así se antoja comparar este libro de apuntes para un libro de memorias que jamás escribió Jorge Amado, según él mismo subtituló en Navegación de cabotaje y en el que también se destacan, sin orden ni cronología, las experiencias de un creador singular que fijó en muchos de sus textos la realidad multicultural de su exuberante país, continente dentro de nuestro continente.
Pese a la opinión de algunos detractores y de quienes le niegan excelencia literaria porque encuentran que en su obra predomina una temática social y popular, Jorge Amado es uno de los traductores más nítidos del poderoso influjo cultural de las naciones africanas trasplantadas por artes de la esclavitud a una de las costas más hermosas y míticas del mundo.
En este libro tan ameno descubrimos un signo de universalidad en tono coloquial, como para andar por casa, y con un desparpajo que es un guiño al lector para que huya de las solemnidades y se sumerja en una tierra de dioses que aman, danzan y pregonan su vitalidad a través de las obras de sus hijos más célebres, tal cual el propio Amado, y como Caetano Veloso, Joao Gilberto, Carybé, Joao Ubaldo Ribeiro, Gilberto Gil, Pierre Verger, Gal Costa o María Bethania, de quien Julio Cortázar decía que era el lado femenino de su hermano Caetano (Y viceversa) y ambos artistas uno o una sola persona que nos fascinaba con su canto de tonalidades altas y dulces.
Jorge Amado se consideraba a si mismo un escritor y no un literato (hay sanas diferencias) pero ante todo se sabía un Obá del Candomblé de Bahía, que en la lengua de los yorubas significa «hombre sabio». Tuve la fortuna de conocer retazos de ese mundo durante uno de mis viajes a San Salvador, en busca de las raíces del gran escritor brasileño. Nunca sabré del todo cómo se me abrieron las puertas del Terreiro de la mayor Babalorichá de Bahía, la Mae Mininiña del Gantois (la sacerdotisa, madre-niña, del barrio antiguo del mismo nombre ) que acogía en su manto de protección espiritual y poética a los más brillantes políticos, intelectuales y artistas brasileños de su época. Entre estos últimos vale la pena recordar a Vinicius de Moraes y a Tom Jobim. El hecho es que tuve acceso a un monumento vivo que reverenciaba Jorge Amado y que revela que el clima de sus obras sólo podía tener fundamento en la mezcla de algunos valores lusitanos con la profunda cultura africana; la misma que no sólo trasladó su mitología en las mazmorras de los barcos negreros, si no que trasplantó a algunos dioses como Xangó y los arropó en un sincretismo religioso que permite todavía disfrutar, a numerosos seguidores del Candomblé, de una visión poética y sensual del mundo.
Prueba de esa magia a la que me refiero me la dio el propio Jorge Amado con un comentario sobre la imposición de los personajes de ficción sobre el autor y cómo el final de Doña Flor fue modificado la mañana siguiente a la madrugada en que había puesto el punto final a su novela, para dar paso a una conclusión más a tono con el mundo fantástico y lúdico de una ciudad como Salvador de Bahía; pero sobre todo, a tono con la sensualidad, la sed y la exigencia amorosa de doña Flor. Muchos guardamos aún el recuerdo de las prodigiosas imágenes de Sonia Braga, en la versión cinematográfica de Bruno Barreto.
Como sabemos, por la propia novela y por la extraordinaria película que contó con un memorable tema musical de Chico Buarque, terminó prevaleciendo, contra la opinión del autor, el ímpetu erótico del espíritu de Vadinho, convocado en un Ebó (hechizo). Doña Flor, en lugar de reunirse con su fogoso marido muerto, en un más allá nirvánico, decidió quedarse con los dos consortes; el uno, fantasma pecaminoso y oloroso a canela y clavo, y el otro, farmacéutico pequeño burgués, deambulando entre aromas de botica y vistiendo pijama a rayas.
Al concluir el repaso a las maravillas de su vida, contadas en esta Navegación de Cabotaje, Jorge Amado pidió que un día se le dejara reposar bajo el frondoso árbol de mango de su jardín, la «Mangueira» que dio sombra y protegió su amor de muchas dácadas por Zelia Gattai. Fue respetada su voluntad, al pie de la letra.