El desempate
Se veía venir como se vio venir en todas las campañas electorales
anteriores: la guerra de encuestas. El gobierno tiene las suyas que como es
lógico le dan una ventaja apabullante y no faltan algunas piratas de
Oposición que ofrecen resultados similares pero a la inversa. Las que
tradicionalmente han sido consideradas confiables arrojan -a una semana del
Referéndum Revocatorio- un virtual empate aunque con algunos puntos
favorables al Si. Como suele ocurrir y también ocurrió en el pasado, quienes
se declaran indecisos serán quienes al final decidan si Chávez se queda o se
va. La diferencia, en este momento particular de nuestra historia política,
la marca un elemento que nunca antes tuvo peso en los análisis de opinión
preelectorales: el voto oculto. Todas las encuestadoras, hasta las que se
pretenden más serias, insertan esa variable. Imaginemos por un momento lo
que pensaría un analista político extranjero si le dijéramos que nuestra
seguridad de que Chávez será desterrado de Miraflores se basa en el voto
oculto; el experto se burlaría una explicación que parece extraída de los
vaticinios de videntes, de astrólogos o de un ejercicio de parapsicología
¿Cómo explicarle en qué se basa esa seguridad?
Comenzaríamos por hacerle un recuento del uso del terror con diferentes
facetas por parte de este gobierno. Una ha sido el terror laboral: los
veinte mil gerentes y empleados botados de PDVSA, los otros miles de
funcionarios públicos despedidos por haber participado en el Reafirmazo y
los casi cien mil obligados, bajo condiciones humillantes, a retirar su
firmas en el acto de los Reparos; son la mejor demostración de esa forma
asqueante de ejercer el autoritarismo. La otra es el terror físico, el que
ejerce el malandraje chavista en las zonas populares donde hasta hace algún
tiempo era indiscutible la popularidad de Chávez. Cualquier gesto que haga a
un vecino sospechoso de querer revocar el mandato al teniente coronel,
podría equivaler al suicidio. Algunas encuestadoras han decidido probar si
ese miedo existe, haciéndole a sus entrevistados esta pregunta final: ¿Quién
cree usted que lo encuestó, el gobierno o la oposición? El noventa por
ciento de los encuestados responde: el gobierno.
Como ocurre en Cuba, como ocurría en los países de régimen comunista
estalinista y en la Alemania nazi, la gente tiene miedo hasta de su sombra,
ya no confía en sus vecinos y a veces ni en su propia familia. Muchas de las
personas sometidas a esa presión se abstuvieron de firmar porque sabían que
serían identificadas. ¿Se abstendrán ahora? No es gratuita la campaña
soterrada del gobierno para hacerle creer a la gente que las huellas
permitirán identificar cómo votó cada quien. Quizá sea ésa y ninguna otra la
explicación del empeño de Jorge Rodríguez y CIA por mantener las absurdas
máquinas cazahuellas.
Si el analista extranjero no quedara convencido y mantuviera sus dudas sobre
el voto oculto, deberíamos pedirle que observe las cosas que suceden en el
bando oficialista ¿Alguien que está seguro de ganar una elección acude a
todas las triquiñuelas, ardides, retardos, obstrucciones y marramucias que
hemos presenciado en el espinoso camino hacia el Referéndum revocatorio?
¿Existe algún antecedente en el mundo de un gobierno dueño de todos los
poderes, que se declara víctima de fraude o megafraude por parte de la
Oposición? ¿Oyó hablar alguna vez de planillas planas? ¿Supo de algún país
en el que meses después del Reafirmazo y a pocos días del Referéndum, un
rector electoral alegue que detectaron -por sus huellas dactilares- a
personas que firmaron treinta o más veces? ¿Se entiende que después de
haberse negado reiteradamente a aceptar las auditorías en caliente, tibias o
frías solicitadas por la Oposición, ahora sea el gobierno el que las pide y
pretende intervenir a la CANTV, la empresa que ha participado en todos los
procesos electorales, incluidos los que ganó Chávez?
Si a ese analista le decimos que -además del voto oculto- la oposición
confía en un método de medición electoral llamado el “carómetro”, el buen
señor pensará que llegó a un país de locos y quizá no le falte razón. Pero
es que el carómetro no falla: los tics in crescendo de Chávez, ese labio que
le sube y le baja como si estuviera chupando caña y la discordancia entre el
discurso triunfalista y la expresión derrotista de sus secuaces; resultan
demasiado elocuentes. Y por último, no hay nada más revelador que esa
actitud silente y sosegada de la mayoría de la población. La gente que se
sabe con la fuerza de la razón espera sin aspavientos el momento de pasar su
factura.