Opinión Nacional

El desbarajustador del poder en la perspectiva de Kershaw

Poco importan los años de distancia: la experiencia de la Alemania nazi aún arroja inmensas lecciones y apuntamos a Ian Kershaw en el intento de observar lo que ocurre en la Venezuela reciente, guardadas las distancias. Algo similar podrá hacerse con Isaac Deutscher y su biografía de Stalin. Lo cierto es que los afanes de destrucción sin el respaldo de un proyecto sustitutivo serio, profundo, coherente y –sobre todo- adecuadamente viable, concluye en otros tan duros como miserables: por ejemplo, mantenerse en el poder a cualquier costo o de saquearlo abierta o subrepticiamente, convertido en promesa de bienestar personal.

Si el asunto estriba en el mantenimiento, perdidas las mayorías que sirvieron al ascenso, surge el terror como un recurso a la postre incontrolable. Y, lo que es peor, capaz de hacerse doctrinariamente sólido.

La horma

Ian Kershaw es un investigador británico del que supimos por su asesoría a la estupenda serie de televisión llamada “Los nazis: una advertencia de la historia”. Un medievalista que ha privilegiado la historia social antes que la de la alta política, incursiona en la vida de Adolfo Hiltler atravesando todas aquellas circunstancias que lo hicieron posible en una Alemania moderna, culta, de reconocidos avances tecnológicos y de impecable burocracia. El autor ha contado con dos magníficas herramientas, como la colección completa de los discursos del Führer y los diarios íntimos de Goebbels, hallados en las arcas estatales de Moscú.

Podrá decirse que la película “Metrópoli” (1926) de Fritz Lang anticipó al siniestro personaje, el más patéticamente shakespeareano del siglo XX, como dijera Rodrigo Fresán (http://www.pagina12.com.ar/2001/01-02/01-02-23/v12.htm), o que resultará difícil reeditarlo cuando el movimiento neonazi no cuenta con las posibilidades de apoderarse de importantes sectores de la actual cultura política, como ocurriera a sus ya lejanos predecesores (http://www.el-mundo.es/2000/10/15/cultura/15N0126.html). Más allá del particular interés que provoca el fenómeno, encontramos un extraordinario paradigma del desbarajuste y de los desbarajustadores del poder, independientemente de la profesión ideológica que proclamen, en la perspectiva politológica y psicológica que nos ofrece Kershaw.

Alemania también salió de la gran guerra, inmensamente cansada y resentida, preñada de revoluciones, donde la violencia política gozaba de amplia aceptación. El panorama económico, harto desesperante, es ilustrado por el referido autor con los siguientes datos: en vísperas de la primera guerra mundial, el dólar equivalía a 4,20 marcos y para 1923, se ubicaba en 17.972 marcos, ascendiendo a 4.620.455 en agosto, 98.860.000 en septiembre, 25.260.280. en octubre, 4.200.000.000.000 en noviembre, costando el kilo de mantequilla 18 millones de marcos (A: “Hitler 1889-1936”, Ediciones Península, Barcelona, 1996: p. 212). No es difícil adivinar cuán sísmica era la actividad política de entonces y, quizá muy diferente a lo que hoy ocurre, hubo acertados cazadores de talento, como Karl Mayr, capaces de dar con aquellos sujetos que asomaban algunas cualidades políticas, específicamente oratorias, como Hitler, quien pregonaba “ideas no originales de un modo original” con la sencillez y la reiteración que hicieron su arsenal retórico (A: 149, 150).

Comenzaba el ascenso del antiguo cabo por los caminos de la política activa, como una manifestación más del pangermanismo, fracasado golpista que quiso hacer de 1923 una gesta histórica, finalmente propietario de un partido en el que se abrió paso a través de la intriga y de la violencia. Kershaw nos ofrece un cuadro aleccionador del dirigente, del gobernante y del militar que presta su horma a los que están dispuestos a permanecer en el poder, a cualquier precio, esgrimiendo una mitomanía de ilimitados aunque administrados alcances.

Anzuelo de sí mismo

Contrario a lo que pudiera pensarse, Hitler “no tenía ni aptitud ni capacidad para las cuestiones de organización, y seguiría sin tenerlas durante su ascensión al poder y cuando dirigiese el estado alemán”, porque su especialidad era la propaganda y la movilización de las masas, siendo “incapaz de hacer un trabajo sistemático” por el que tampoco se interesaba en lo más mínimo (A:172, 345). Logró que la unidad del Partido Nacionalsocialista, en sus manos desde 1921, dependiese de la extrema lealtad hacia él, (para) militarizándolo en consecuencia.

Aludimos a un partido celosamente hermético en el que la corrupción sentaba cátedra: “La corrupción era endémica a todos los niveles” (A: 361). Los lujos escandalosos y la arrogancia de los funcionarios del partido eran inherentes a un modelo que resultó contagioso, una vez alcanzado el poder.

Todas las fobias y resentimientos anidaron en una recia entidad, cuyas apariencias no sintonizaban con la profunda degeneración que padecía, calco de una jefatura de innegables cualidades histriónicas y signada, en el concierto de las variadas voces que ejercían silenciosa presión, por la “decisión de no decidir” (A:239). Sorprende las flaquezas del máximo conductor de una experiencia una entidad tan decisivas: “Autoritario y dominador, pero inseguro y vacilante; reacio a decidir, pero dispuesto a tomar las decisiones más audaces de las que ningún otro se atrevía a considerar; y nunca se volvía atrás una vez tomada”, dibujando así el “enigma de la extraña personalidad de Hitler” (A: 346). Empero, sobrevivía por “… su agudo instinto para las realidades del poder” (A: 496).

Tenía mucho de “soberbia sacrílega” y de “autoglorificación narcisista” (B: “Hilter 1936-1945”, Ediciones Península, Barcelona, 2000: 8) y, lo que es peor, una vez creado, “se había ido tragando él mismo en el proceso el anzuelo del mito” (B: 123). No otra era la materia prima, ya en funciones de gobierno, que la de sentirse conspirado y, así, por ejemplo, para el verano de 1944 “su obsesión por la traición alcanzó ya niveles paranoicos” (B: 735), operando políticamente como una justificación constante de las derrotas y de los errores jamás imputables a Hitler, ya horoscopal. Al finalizar la guerra, la traición sirvió para crear tribunales improvisados en la Wehrmacht y en la propia población civil (B: 744).

La manipulación también ayudaba a sortear las dificultades, alcanzando una maestría que hoy otros perfeccionan: “La técnica de Hitler de lanzar un torrente de estadísticas (correctas, inventadas o embellecidas) para apoyar una argumentación hacía extremadamente difícil contradecirla” (B:124), compaginada con “una técnica que tenía Hitler para exponer sus argumentos (como) era (la de) plantear siempre alternativas extremas, una de las cuales desdeñaba o ridiculizaba inmediatamente” (B:285), adverso a todo “anclaje institucional”, hipersensible a la crítica personal, incapaz para la discusión racional (A:177).

Arquitectura del sismo

Sin dudas, lo anterior era una enorme contribución al poder como desbarajuste de una situación dada, sin solución alguna de una lógica e irreprimible continuidad, ya desbarajustado en sí mismo el cuadro de conducción. Vale decir, explosión e implosión que intentan diferirse con la promesa de un futuro mejor.

Kershaw atina al comentar que el ascenso de Hitler al poder no era inevitable si Hindenburg hubiese permitido a Schleicher disolver el Reichstag, como lo hizo con Papen (A:421). Aquella teoría en boga, como fue la de esperar que los nazis fracasaran, tuvo un altísimo costo para propios y extraños, mutados el entusiasmo y la abnegación hacia un “ideario” que era afluente de otros más variados y contradictorios, afianzado en la épica y la iconografía forzosamente heroica, en la amargura del poder monopolizado por una solitaria figura.

Significa el agudo aprovechamiento del elenco institucional recibido, presto a una desarticulación para la cual Hitler no encontró remedio luego de la seguidilla de victorias plebiscitarias que lo convirtieron, simultánea y grotescamente, en Caudillo de la Nación, jefe de Estado, jefe de Gobierno, jefe de Partido, comandante supremo de las Fuerzas Armadas : “La forma personalizada y sin limitaciones que él representaba no podía prescindir de la organización burocrática, pero era, sin embargo, enemiga de ella. Mientras el partido fue sólo un instrumento para conseguir el poder, fue soportable la contradicción. Ya en el gobierno, fue una receta para el caos” (A:402).

Obviamente, tal concentración de poderes era prácticamente imposible de administrar y las labores del gobierno se vieron profundamente afectadas por la grave informalidad alcanzada en las decisiones políticas, bajo el obcecado propósito de mantener el secreto a todo evento (B:513). Lo ilustra el intento del ministro de Agricultura, Whither Darre, por dos años para conseguir audiencia con Hitler (A:522), en el contexto de un gabinete que no se reunía y al que no le consultaba, con resultados paradójicos: “La erosión continuada de todo lo que pudiese parecer gobierno colectivo lejos de disminuir el poder de Hitler lo fortaleció aún más en la realidad” (B: 235, 313).

Es en el decisivo campo militar donde Hitler muestra todo el envilecimiento de la maquinaria nazi, a sabiendas que la guerra era su panacea: “Fuesen cuales fuesen los problemas, se resolverían (y sólo podrían resolverse) a través de la guerra” (B:195). Sobrevenidos los fracasos, comienzan a agigantarse las fallas congénitas de un régimen ya sepultado por la política militar del Führer: “Hitler tenía una visión cínica de los ascensos de sus jefes militares. Fuesen cuales fuesen sus ideas políticas, si se mostraba generoso con ellos les vincularía mucho más, como en tiempos antiguos, a sus juramentos de lealtad y a él como distribuidor de dones” (B: 305).

En el esfuerzo de la guerra tampoco buscó en su experiencia como soldado ordinario (B: 551), criminalmente indiferente ante la suerte del ciudadano común. El monopolio de poder no lo fue en sentido figurado, sino en la más descarada y literal concentración de funciones, pues, “ya era comandante de las fuerzas armadas, de una rama de las mismas fuerzas armadas y de un grupo de esa rama” (B: 523). Nada extrañaba que asumiera responsabilidades directas en las cuestiones tácticas, además de la estrategia general, algo que ni Stalin se atrevió a hacer (B: 447). Y todo esto se traducía en una sobrecarga de trabajo de la que tampoco Churchill se atrevió (B: 597, 599). Ocurría que generales, como Guderian, pasaban por alto sus órdenes (B:449). Lo peor, “después de las gloriosas victorias de 1940, Hitler creyó que su talento militar era superior al de todos sus generales” (B: 411), creyéndose un predestinado que dejaba “poco espacio para las preocupaciones e inquietudes diarias de la gente normal” (B: 196).

No comprendió a cabalidad que su popularidad y prestigio dependieron de los triunfos sin derramamiento de sangre y el sentimiento mayoritario por evitar la guerra (B: 105, 108), por lo que la intensificación de la lucha requería de una fortísima compensación. Y ésta no era otra que de una utopía, teniendo como claves la fuerza y la unidad en un ensayo probablemente inédito de posicionamiento, porque no propuso políticas alternativas ni especificaba sus promesas electorales, como tampoco al partido le preocupaba “la política cotidiana como a otros partidos” (A:332).

Logró mejorar el nivel de vida en términos modestos, pero apreciables, señala Kershaw, al hacer asequible más artículos de consumo, la “radio del pueblo”, la expansión del tiempo libre y formas menores de turismo, las salas de cine y los salones de baile, afincado en el rearme. Los capítulos iniciales del gobierno exhiben una relativa mejoría de la economía, aunada a los triunfos militares que incluyen aquellos en los que no dio un solo disparo. Después vendría un desplome monumental.

Interpretar al Jefe

Siendo ideológicamente “un pastiche de ideas diferentes” originadas en el pangermanismo y el conservadurismo, el de Hitler fue un movimiento que ofreció una “visión idealista de una nueva sociedad en una Alemania renacida” (A:334). Los judíos (1% de la población), una de las causas esenciales de la decadencia, merecían la deportación hacia Palestina, Ecuador, Colombia y Venezuela (B: 145 s.). Lo importante consistía en un expansionismo que suponía la dotación de granjas totalmente equipadas a hijos de campesinos que completasen el servicio militar, pudiendo alcanzar las 5 millones al este de Alemania: el campesino-soldado, en una Alemania que toma de Gran Bretaña su modelo de explotación y dominio (B: 395, 428, 507).

Estimamos que la observación más aguda de Kershaw está fundada en lo que se denominó “trabajar en la línea del Führer”, la única posibilidad en el curso de un sistema con las características enunciadas, pues, en esencia no daba ríos de órdenes, evitando tomar decisiones. Prefería exponer sus ideas en forma extensa y repetitiva, generando las directrices y orientaciones generales y, “a partir de sus comentarios los demás tenían que interpretar y `trabajar por` los objetivos remotos que él marcaba”. Había que adivinarlo, interpretar sus deseos y tomar la iniciativa (A:347, 518 ss.) y el resultado inevitable consistía, por una parte, en la feroz competencia por ganar sus simpatías, convertido el ejercicio político en una temible apuesta, y, por otra, la radicalización progresiva de una política que significó la desintegración de la maquinaria gubernamental.

Finalmente, es natural que nos tiente hacer una comparación con las circunstancias que atraviesa actualmente el país. Mejor que cada quien saque sus conclusiones.

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