El derecho a vivir en democracia
La respuesta a las solicitudes de Henrique Capriles, de la MUD y de otros, dada a conocer mediante una simple nota de prensa en días pasados por el TSJ, no debe sorprendernos. El Tribunal consideró alegremente que los argumentos esgrimidos por los recurrentes fueron «genéricos e imprecisos» y rechazó el planteamiento de que hubo «un fraude electoral y masivo que afectaba el sistema electoral venezolano y que por ello el proceso de votación, escrutinio y totalización estaba viciado de nulidad absoluta»; una decisión basada en simples consideraciones políticas, por lo tanto justificadamente criticable.
El cuestionamiento de las instituciones y de sus actuaciones, en especial del TSJ y su reciente decisión, no puede constituir un delito, en un sistema democrático y de libertades, como tampoco lo pueden ser las criticas que con iguales razones se formulan en contra de otras instituciones sometidas al Ejecutivo, como la Defensoría del Pueblo, ausente en todos los procedimientos que contrarían las políticas del régimen; la Fiscalía General de la República, que actúa cuando le conviene y de manera sesgada; y la Contraloría General de la República, todavía sin dirección formal, encargada de castigar a los candidatos de la oposición por la vía de la inhabilitación.
La decisión del TSJ no es un acto aislado. Ella se une a la vulgar persecución a Richard Mardo, a las grabaciones ilícitas en contra de los dirigentes políticos de la oposición, a las acusaciones en contra de Henry Falcón, al acoso a los medios, especialmente a El Nacional y su director; y ahora, entre muchas otras, al allanamiento del jefe de gabinete de la Gobernación de Miranda, celebrada por diputados psuvistas en medio de un circo barato, lo que reafirma la política de terror que se trata de implantar.
Estos hechos en su conjunto reafirman el alejamiento del estado de derecho, el abandono definitivo por el régimen, del sistema, el único espacio en el que se pueden ejercer las libertades y los derechos humanos a plenitud, lo que sin duda trae consecuencias jurídicas y políticas nacionales e internacionales, muy importantes. Las acciones del régimen y sus instituciones chocan abiertamente con el concepto «democracia» y con el derecho que tenemos los venezolanos a vivir en libertad y con dignidad, esencia misma de la democracia como régimen político en el que se organiza la sociedad.
El derecho a la democracia es un derecho humano de carácter colectivo y su violación por parte del Estado, en este caso representado por un régimen cuestionado por su origen y por su actuación, obliga a la comunidad internacional, a los órganos internacionales con competencia a considerarlo para determinar la realidad y establecer la responsabilidad que de ello se deriva. La decisión del TSJ agota los recursos internos que exigen los mecanismos internacionales a los que se abre el espacio, en especial, en el ámbito regional, a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, encargada de velar por el respeto de todos los derechos humanos de todos los ciudadanos de todos los Estados miembros de la OEA, independientemente de que sean o no partes en la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969, denunciada por el régimen bolivariano hace casi un año.
La separación del orden democrático activa al mismo tiempo otros mecanismos internacionales, universales y regionales, como el establecido en la Carta Democrática Interamericana, un texto de alcance jurídico incuestionable, aunque ella sea interpretada de manera irresponsable por algunos gobiernos beneficiarios de la región y por el siempre ausente y acomodaticio secretario general de la OEA, Insulza.
La realidad política venezolana no puede seguir siendo ignorada por los gobiernos extranjeros, aunque se le disfrace con trajes electorales, ni siquiera por esos gobiernos que se esconden tras los recursos recibidos, para convertirse con su silencio en cómplices de un régimen que destruye los principios jurídicos y la democracia, un concepto único, aunque para los involucionarios sea «participativa y protagónica», adjetivos que buscan diluir el sentido del concepto, irrespetado por ellos hasta en los procesos internos de elección de sus candidatos para las próximas elecciones municipales, en los que a dedo se designan artistas, deportistas y faranduleros sin consultar a sus propias bases.