Opinión Nacional

El culto a la muerte como psicopatía política

“¡Sueña en establecer el régimen del terror! Y lo hará, se lo aseguro; puede hacerlo. Le aseguro que este hombre es una verdadera fiera capaz de producir una hecatombe, una espantosa matanza. Está loco, loco furioso. Y puede acercarse a cualquiera en cualquier momento. –Lo prenderemos –dijo el coronel con firmeza-. Estoy seguro de que lo prenderemos. – ¿Pero cómo? –preguntó el doctor Kemp”. (H.G. Wells, El Hombre Invisible).

El hombre invisible

Se ha calificado al terrorista como un enemigo invisible, sin embargo, este tipo de nihilista fanático suele formar parte de movimientos religiosos o políticos que buscan, mediante hazañas, donde se mezcla el suicidio con el asesinato colectivo, un espacio visible en el espectáculo mediático internacional. Debido a su invisibilidad y al uso de la sorpresa para el asesinato de civiles inocentes, el terrorismo se alimenta del miedo, provocando así la inmovilidad, la incertidumbre y el desasosiego de los ciudadanos bajo su influencia. Su fin último es crear desesperanza.

Pero el hombre invisible tiene cuerpo, mente y corazón. Los movimientos sectarios extremistas, tanto de derecha como de izquierda, los fundamentalismos, las ideologías reduccionistas o de pensamiento único, utilizan el método fascista de parcelar la visión del mundo del individuo que ha sido captado para sus respectivas causas, sean nacionalismos, guerras santas o utopías revolucionarias. Éstas prometen a sus seguidores el espacio social y el poder de los cuales se sienten excluidos por sus propias carencias, deficiencias o frustraciones. Estos hombres y mujeres, generalmente con una baja autoestima, incompletos o inseguros, encuentran al fin un sentido de pertenencia en el grupo que los soporta y que, a través de técnicas de persuasión los reafirma, borrándoles la capacidad de juicio moral, perdiendo todo vestigio de criterio y capacidad de reflexión. Ya fanatizados y entrenados para asesinar, se les brinda un escenario y un motivo para morir, diluyéndolos en escuadrones y bandas asesinas, en la invisibilidad del combatiente suicida de una mitológica guerra santa, en el anonimato de un hombre-bomba o el de un francotirador que dispara sobre una multitud. Su leitmotiv no es otro que el odio a la vida.

André Glucksmann (Dostoievski en Maniatan) advierte además, que “el terror por el terror” se está haciendo autónomo. Vemos con más frecuencia, como lo reflejan los últimos intentos de atentados en Londres y en otras ciudades del mundo, que el terrorista “transgrede el marco del conflicto original, juega a título personal y no da cuentas de nada a nadie. El terrorista absoluto (un Estado, un grupo o un individuo) se considera eximido por principio de cualquier regla. Al desencadenar una violencia sin fronteras de la que no está libre nadie, el terrorismo se revela como una agresión contra la humanidad, contra la vida misma”.

Glucksmann afirma, que nos engañamos pensando que este fenómeno tiene su originalidad en los trastornados cerebros de los fundamentalistas islámicos. La voz que exclamaba “¡Jamás capitularemos, no, jamás! Nos pueden destruir, pero si lo hacen sepultaremos con nosotros al mundo, a un mundo en llamas”, no está tomada de un video de Bin Laden, eran los gritos de Hitler dirigiéndose a los jóvenes de las Hitler Jugend. Este vaciamiento de conciencia tiene sus antecedentes por igual, en el nazismo y los experimentos fascistas que se dieron en Europa.

La muerte como lema
“¡Viva la muerte!”, fue lo que exclamó Millán Astray, general del ejército fascista al irrumpir el 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca en el momento que Miguel de Unamuno dictaba una clase. Este le respondió: “Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido de ¡Viva la muerte!. Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida!”. Acto seguido el militar gritó de nuevo: “!Viva la muerte!”, “!Muera la inteligencia!”. Las ideologías dogmáticas y sectarias se creen poseedoras de una verdad absoluta y por consiguiente se arrogan el derecho de aniquilar en forma física o política a quienes se opongan a ella o a sus objetivos, son la fuente de un terrorismo grupal o de Estado. Fernando Savater afirma que “un fanático es aquel que no quiere el doblegamiento del adversario sino su exterminio, es aquel que ya ha asesinado en su interior a todos los que no piensan como él”.

Yves Ternon, (L’innocence des victimes: Au siècle des génocides; L’Etat criminal), afirma que el genocidio es el acto final de un discurso de discriminación, de agresiones verbales, expropiaciones, hostigamiento, persecuciones, deportaciones y masacres. En cada etapa de la perpetración del genocidio el lenguaje se utiliza para deshumanizar a las víctimas, movilizar a las masas para destruirlas y luego negar la masacre. La función primera de esta perversión de las palabras es amortiguar el efecto de los actos sobre las conciencias y neutralizar el sentimiento de culpabilidad de los ejecutores.

Ternon considera que la retórica genocida “es un uso consciente e instrumento de una política criminal del Estado. La primera etapa del genocidio es la supresión de la identidad de la víctima, cosa que se consigue a través de las palabras cargadas de epítetos. A través de la deshumanización del enemigo, el discurso político y la propaganda identifican al grupo amenazado y preparan su destrucción. Las prácticas totalitarias sólo son posibles si antes, el lenguaje, las convierte en aceptables. Para destruir a un grupo es indispensable desnaturalizarlo previamente, rebajarlo a un nivel inferior al de lo humano: el del animal o el del objeto. Este procedimiento tiene sus reglas semánticas. Los insultos habituales de los lenguajes totalitarios al describir a los enemigos del régimen, en una perspectiva criminal, asocian la futura víctima a un “gusano”, a un “parásito”, a un “bacilo”, a un “tumor”, a un “cáncer”. Al transformar a su víctima en eso, el asesino invierte el sentido del crimen, desde lo negativo el acto deviene positivo, se convierte en una medida higiénica, profiláctica. El asesino no se siente asesino, se siente terapeuta” (Michel de Ursus, Mission Führer). Ese y no otro es el fundamento del discurso de todo gobierno fascista.

La muerte como emblema

El símbolo de la muerte lo usaron las SS (Shutz Staffel o Tropas de protección), después rebautizadas como Stosstrup Hitler (tropas de asalto de Hitler), conocida como “Orden Negra” u “Orden de la Muerte”.

El símbolo rúnico de las SS Insignias de la SS

Teniendo como insignia la calavera sobre unos huesos cruzados (Totenkopf) y un extraño culto ceremonial a la muerte para la iniciación de sus integrantes, se constituirían en el símbolo del terror y represión junto a la Gestapo (Geheime Staatspolizei: policía secreta del estado) adscrita a las SS. La Orden Negra en todo el sentido maligno que se le puede atribuir a tal título, fue una organización paramilitar al servicio directo y bajo las órdenes de Adolfo Hitler, que tenía como misión la protección del Führer, del partido nazi, así como la reseña, persecución y exterminio de judíos y disidentes. Se constituyeron en los “terapeutas” del régimen.

Es importante señalar que los nazis, durante la vigencia del Pacto de Cooperación Germano-Soviético de 1939, se inspiraron en Stalin y su régimen socialista, al realizar intercambios de información y “buenas prácticas” en métodos de espionaje y represión, así como en la gerencia y manejo de los campos de concentración para disidentes del comunismo que el dictador ordenó construir y donde fueron aniquilados más de 15 millones de opositores. Los nazis copiaron y perfeccionaron los métodos para intervenir todos los espacios físicos y espirituales de la población civil, para un eficiente terrorismo de estado y la manipulación de la información para sus fines. De allí nació la idea de los campos de concentración para el exterminio de seis millones de judíos. Igualmente persiguieron y aniquilaron a masones y a otros cientos de miles de disidentes, artistas e intelectuales que no comulgaban con las ideas nacionalsocialistas, ya que se consideraba el desacuerdo como “traición a la patria y al Führer”.

Militarismo: terror y muerte

Según Carlos Fazio (El fascismo clásico y los peligros actuales), existía una adhesión ciega a la voluntad del Führer-, se establecía «desde arriba» una relación de mando-obediencia entre el caudillo y la masa. Existió un culto del despotismo y de la autoridad estatal, un respeto de la «jerarquía» y de la «disciplina» en todos los dominios, donde la propaganda jugó un papel fundamental. “Ein Volk, ein Reich, ein Führer : un Pueblo, un Estado, un Conductor”. Un sometimiento total del pueblo al Estado fuerte y al partido. Y al caudillo fascista, «encarnación viva» de la nación y del Estado, «héroe popular» y la máxima de las multitudes nazis: «Führer ordenad, nosotros os seguimos».
Según Glucksmann, existe una matriz común entre el nazismo y el régimen soviético, se refiere al “terror” como la ultima ratio de cualquier estrategia totalitaria. “El terror de las bombas no perdonará las casas de los ricos ni de los pobres, las últimas barreras entre clases desaparecerán” – exclamaba Goebbels – “Los últimos obstáculos para la realización de nuestra misión revolucionaria caen junto a los monumentos de la civilización”. Al igual que el expansionismo soviético, “el fascismo histórico conformó una sociedad totalitaria en su interior y se expresó como un imperialismo agresivo y destructor hacia fuera. Un ultranacionalismo expansionista, militarista. A instancias de los jefes fascistas, los geopolíticos recrearon la teoría del «espacio vital» o lebensraum, conquistando territorios mediante guerras relámpago (Blitzkrieg) y/o preventivas. En 1936, la conquista militar de tierras extranjeras – la guerra colonial en Etiopía -, fue la «solución final» mussoliniana a la crisis económica de Italia; fue el mismo año de la Guerra civil en España, ganada por los ejércitos fascistas, con la ayuda de Hitler (recordemos a Guernica bombardeada y arrasada por la Lufwaffe). La filosofía del fascismo subrayó las virtudes de la guerra. “La vida como guerra permanente. Se vive para la lucha”. Lo que conduce al complejo de Armagedón como patología: puesto que los enemigos deben ser derrotados, debe venir una «solución final». De donde proviene el culto al «heroísmo» y al «sacrificio», que según los teóricos del fascismo es la disposición a morir en la guerra de conquista. El héroe fascista añora la muerte heroica. Los valores militares eran considerados buenos en sí mismos: «Nada ha sido alcanzado jamás sin derramamiento de sangre». Según Goebbels, «la guerra es la forma más simple de consolidar la vida». Los fascismos clásicos tuvieron un carácter religioso, en el sentido del sacrificio. Sacrificarse en nombre de la patria, de la «raza superior», de la victoria del «superhombre», se presentaba como el acto más sublime. Una religiosidad necrofílica” (C. Fazio).

El hombre nuevo

Según Wilhelm Reich, “La teoría racial no es creación del fascismo. A la inversa, el fascismo es una creación del odio racial y su expresión políticamente organizada”. Humberto Eco, en su enumeración de los rasgos del fascismo, afirma que el miedo a la diferencia es una característica de esta postura, el primer llamamiento de un movimiento fascista, o prematuramente fascista, es contra los intrusos. El Fascismo es, pues, racista por definición. El régimen nazi invocó la refundación de Alemania, la pureza nacionalsocialista, el rescate de la pureza alemana y sus tradiciones. Para Humberto Eco, el fascismo, “no poseía ninguna quintaesencia, y ni tan siquiera una sola esencia. No era una ideología monolítica, sino, más bien, un collage de diferentes ideas políticas y filosóficas, una colmena de contradicciones. La gnosis nazi se alimentaba de elementos tradicionalistas, sincretistas, ocultos”. Entre otras inclinaciones providenciales de la que Hitler se creía ungido, ordenó a Himmler la creación de la Ahnenerbe o secretaría para estudios de ocultismo, encargada de localizar y traer a Alemania reliquias y talismanes como las Calaveras de Cristal de los Mayas, la Piedra del Destino o roca de Job (actualmente se turna entre la abadía de Westminster y la de Scone en Inglaterra), la Lanza de Longinos (Viena), el Santo Grial (Francia) y el Arca de la Alianza, para empoderar al Führer y a su reino de mil años. De allí, que Himmler creó para satisfacer el delirio de Hitler y sus SS, un verdadero centro espiritual con jerarquía en base a círculos de lealtad y rituales negros, ubicado en la fortaleza triangular de Wewelsburg.

No deja de despertar curiosidad que la svástica o cruz gamada, (Swástica en sánscrito, poderoso símbolo solar, eje del mundo y de la vida del misticismo hindú y de otras culturas protoeuropeas), fue copiada por los ideólogos del esoterismo nazi y adulterada al cambiar de dirección la rotación de los brazos, transformándola en un símbolo de destrucción y muerte. Comenta Michel Turnier (Le roi des aulnes), que luego de la jornada trágica en que terminó su conspiración e intento de golpe de estado de 1923, Hitler conservó la bandera estampada con la cruz gamada, empapada en la sangre de los caidos (die Blutfahne) y que, a partir de 1933, era exhibida dos veces al año, los 9 de noviembre, para celebrar el fracasado golpe de estado con una marcha sobre la Feldherrnhalle de Munich, pero sobre todo en septiembre en ocasión del Reichsparteitag de Nuremberg que constituía la cúspide del ritual de masas del partido nazi. “Entonces, cual genitor que fecundase a una sucesión indefinida de hembras, la Blutfahne era puesta en contacto con los nuevos estandartes que aspiraban a la inseminación del Führer. El gesto del Führer, dando cumplimiento al rito nupcial de las banderas, es el mismo del reproductor guiando con su mano la verga del toro en la vía vaginal de la vaca” (M.Turnier).

El gran oficiante del culto, el poseedor de estas “verdades” esotéricas, el visionario del futuro “Hombre Nuevo” y de una nueva raza de superhombres era el Führer quien, a la vez, encarnaba al Pueblo, al Estado y Partido Nazi.

En su discurso del Reichsparteitag una noche de 1935, en una tribuna en forma de altar, colocada en medio del templo virtual que conformaban las columnas de luz de 150 reflectores apuntando al cielo, Hitler declaró que el Estado Nacional Socialista (es decir, él) se haría cargo de la patria potestad de los niños: “De ahora en adelante, el hombre alemán se educará progresivamente de escuela en escuela. Lo formaremos a nuestro cargo desde muy pequeño para ya no dejarlo hasta la edad de jubilación. Nadie podrá decir que hubo un período en su vida en que haya estado abandonado a sí mismo”. A partir de los diez años, las niñas entraban en el Jungmädelbund y los varones en el Jungwolk. A los catorce a la Hitler Jugend, donde recibían una formación escolar y una intensa formación paramilitar hasta los dieciocho años, centrada en sus aptitudes y temeridad, aquellos que no pasaban las duras pruebas físicas de arrojo y valentía eran descartados. De allí ingresaban a la Wehrmacht según fuera su inclinación hacia el ejército, la marina, la Lufwaffe o los Walfen-S.S.

El nazismo propuso la búsqueda espiritual del “hombre nuevo”, el cual resultó, en el reclutamiento y militarización de jóvenes, adolescentes y niños adiestrados para matar y morir, para no dar valor a la vida y para entregar las suyas en sacrificio bajo el grito: “Digan que para servirle y morir somos los Hitler-Jungen” (Werner Klose, Generation im Gleichschritt). Estos niños fueron convertidos en nihilistas fanáticos que consumaron las peores atrocidades y crímenes contra la humanidad.

Sergio Correa, en su trabajo para la BBC (Auschwitz 60 años después), comenta que a pesar de que estamos acostumbrados a ver al régimen de Hitler como la culminación de la crueldad, “una de las características centrales del genocidio nazi fue la frialdad, la escala, el método y el rigor con que exterminaron a los judíos. Esto se ve claramente en la idea de «fábrica de la muerte» aplicada a Auschwitz, una suma de procesos rigurosamente calculados para matar eficientemente. Poco antes de ser condenado a la horca, el comandante del campo de exterminio, Rudolf Höss, escribió en su diario: «Por voluntad del Reichsführer de la SS, Auschwitz se convirtió en la mayor instalación de exterminio de seres humanos de todos los tiempos. Que fuera necesario o no, ese exterminio en masa de los judíos, a mí no me correspondía ponerlo en tela de juicio, quedaba fuera de mis atribuciones. Si el mismísimo Führer había ordenado la solución final del problema judío, no correspondía a un nacional-socialista de toda la vida como yo, y mucho menos a un comandante de las SS, ponerlo en duda».

La necrofilia

Según Erich Fromm, un necrófilo (necrofilia: amor por lo muerto), posee “un rasgo de carácter que gusta de contemplar y manipular cadáveres, así como en particular, el deseo de desmembrarlos”. De allí que en su estudio sobre esta psicopatía y debido a su culto por la muerte, toma a Hitler como el perfecto ejemplo de un caso clínico de necrofilia. El perfil de Hitler ejemplifica además, los rasgos visibles del fanático y terrorista: durante su juventud fue perezoso y taciturno, incapaz de aprobar el primer año de arquitectura, abandonó la carrera sin tener objetivos claros en la vida. De adulto, sin afectos ni amistades duraderas (nunca amó ni respetó a ninguna mujer) y con signos de interrogación sobre su virilidad, siguió siendo un escapista, siempre culpando a los otros de sus fracasos, hasta que su vagancia encajó en las agrupaciones tumultuarias austríacas que en aquel tiempo comenzaban a propagar las ideas radicales del “socialismo nacional”, el racismo y el antisemitismo, comenzando así su carrera en la camorra y la demagogia. La primera guerra mundial le dio la oportunidad de ocultarse tras el uniforme militar y adoptar la máscara de una personalidad firme y autoritaria. Allí encontró el lugar donde pudo al fin identificarse, reafirmar su carácter y sus deseos de venganza contra la sociedad. En febrero de 1933, Hitler obtuvo poderes dictatoriales para sofocar el «estado de emergencia» con un «estado de excepción». Primero se eliminaron las garantías individuales. Luego, una reforma constitucional aprobada con los votos del Partido Obrero Alemán Nacional Socialista y del Partido Católico del Centro, concentró todos los poderes en el Ejecutivo. Se pasó del Estado democrático al totalitario. Luego de haber consolidado en su persona todo el poder de la nación alemana, los objetivos de destrucción de Hitler como sabemos fueron la gente, pero también las ciudades.

Mientras su ejército devastaba a Europa (cuarenta millones de personas murieron en la Segunda Guerra Mundial), desde su sala de cine privada dedicaba horas a mirar documentales que le llegaban a diario sobre las matanzas y atrocidades en los frentes de batalla y de los millones de cadáveres producidos por sus campos de exterminio. Cuando ya la derrota era inminente, desde su bunker promulgó el Decreto de Tierra Quemada o Tierra Arrasada: “Antes que el enemigo ocupe el territorio alemán, todo, sencillamente todo cuanto es esencial para la continuidad de la vida será destruido. Todo será quemado, abatido o demolido, incluyendo registros, archivos, granjas, el ganado, los monumentos, palacios y edificios de ópera. Y si el pueblo alemán no está dispuesto a luchar por su supervivencia, tendrá que desaparecer también”. En su Anatomía de la destructividad humana, Fromm afirma que sus acciones, desde el asesinato sistemático de millones de judíos y disidentes, hasta la orden final para el aniquilamiento de todos los alemanes, “no pueden explicarse por motivos estratégicos, sino que son productos de la pasión de un hombre hondamente necrófilo. Hitler odiaba a los judíos, pero igualmente odiaba a los alemanes. Odiaba a los hombres, a las mujeres, a los jóvenes, a los niños, al género humano entero, a la vida misma”. Cuando las tropas rusas estaban a punto de tomar el bunker donde se refugiaba, mató a su fiel perro. Suicidarse ante él fue la prueba del amor nunca correspondido que Eva Braun le dio a este ser inestable, desconfiado y sin sentimientos. Parte de su estado mayor militar se suicidó ese día, los que sobrevivieron fueron juzgados y condenados a muerte en Núremberg.

Según Turnier, “la inversión maligna del símbolo devoró a la foria, al portador. El símbolo ultrajado se convierte en diábolo y en desgarramiento, pues hay un pavoroso momento en que el símbolo ya no acepta ser llevado por una criatura, devora al portador, a la cosa simbolizada “.

El origen del mal

Es una tragedia que la juventud alemana haya seguido a un líder necrófilo y encontrado un propósito en el nazismo, su organización y terrible eficiencia estadística para la muerte. Los aspectos esquizofrénicos (schizo, dividir y paren, psique) notorios en Hitler, Stalin y otros déspotas totalitarios y fascistas, así como en esta nueva raza de necrófilos que amenazan a la democracia y a la cultura occidental, se caracterizan por una total escisión entre pensamiento, afecto y voluntad.

Habría que buscar el origen del mal no sólo en el corazón del militarismo, del fascismo, del nazismo o de ese hombre invisible y nihilista que hoy aterroriza al mundo, sino por igual en el corazón de todos los hombres.

Como afirma el educador y filósofo japonés Daisaku Ikeda (Propuesta de Paz a la ONU), “El mal se hace presente al separar al ‘yo’ del ‘otro’. La esencia del bien es la aspiración a la unidad mientras que el mal se dirige hacia la división o a la escisión. La esencia del mal es crear fisuras en el corazón humano». Podríamos decir entonces, que una de las causas que origina y propaga el mal en el mundo se anida y alimenta en el corazón de cualquier individuo cuando existe la desunión, la incomunicación, la subestima, la ignorancia, la intolerancia, el egoísmo, la arrogancia, la ira, la estupidez, la falta de compasión, la ausencia de amor.

Tratando de buscar una salida a través de las palabras para hacerle frente al mal y su temible carga de terror, desolación y muerte, debemos retomar el diálogo y la reflexión. Al final de la trágica historia de Wells, Griffin el hombre invisible, es herido de muerte y atrapado, al comenzar a materializarse su cuerpo, sus captores lo ven por primera vez y reconocen con asombro que esa amenaza invisible era un ser humano igual a ellos.

Debemos insistir en el diálogo y una estrategia inteligente que nos ayude a encontrar las respuestas para detener el mal y su espiral de odio, violencia y destructividad que anidan en el corazón de los que hoy nos amenazan con consignas de muerte.

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