El corazón de las tinieblas
La imagen me viene a la memoria cuando pienso en cómo responder a la pregunta: «¿En qué punto del conflicto político estamos?».
Es la interrogante que más he escuchado recientemente, con justificado desasosiego.
¿La novela ya está a punto de terminar o faltan aún muchos capítulos? Parece tonto. Los conflictos políticos no son historias con un comienzo y un final precisos. Pero lo cierto es que millones de venezolanos miran la presencia de Nicolás Maduro y la continuidad del régimen que preside, como algo que no tiene con qué llegar a su final. A menos que lo hagan conduciendo al país a una debacle total.
En los países con democracias verdaderas, economías mínimamente estables y gobernantes legítimos, tanto los partidos en el gobierno como los de oposición aguardan pacientemente que el de turno termine su período para intentar relevarlo. En ningún otro país suramericano alguien está pensando, desesperado, qué hacer para renovar el gobierno antes del tiempo establecido.
En Colombia todas las fuerzas políticas, incluyendo las FARC, saben que Santos terminará su mandato. Igual Rousseff en Brasil, Piñera en Chile o Correa en Ecuador.
Pero en Venezuela no es así.
Tanto, que no solamente en el seno de los factores democráticos se exploran alternativas para paliar de urgencia la crisis de gobernabilidad y la debacle económica, sino que es el propio presidente quien sopla chispas para encender la pradera anunciando golpes de Estado y magnicidios en gestación, guerras económicas y de desabastecimiento en proceso, incluso proponiendo, él mismo, para ganar tiempo, que se convoque el referendo revocatorio establecido en la Constitución. Es cuando entra en juego la imagen cinematográfica del barco que, a la manera de las historias de Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas, recorre lentamente un río del trópico inclemente, envuelto en brumas, semana tras semana, en medio de una expectativa sepulcral de que algo grave va a ocurrir. Un asalto inesperado. Un motín. Un naufragio.
Pero nada pasa y la embarcación sigue navegando, con su aura brumosa que le impide avizorar qué es lo que viene, y su pusilánime capitán que no puede o no quiere ver la inmensa caída de aguas que tiene al frente y no se decide por tanto a girar el timón.
En la Venezuela contemporánea todo es como un espejismo. Nada es lo que parece, independientemente de si lejos o cerca del final de la novela, estamos en medio de una curiosa ralentización del relato. Es como si ahora el refrán estuviese al revés: «Después de la calma viene la tempestad».
Muchos, entre los demócratas, se quejan de que no hay respuesta. Que ya ha debido ocurrir un Caracazo. Pero no es verdad. Todos los días se registran decenas de manifestaciones en todo el territorio.
Cualquier cola de banco, de automercado, de Metrobús es un hervidero de descontento.
El país se ha convertido en un recital de amarguras.
La situación es paradójica.
El proyecto rojo, lo dicen arrepentidos algunos de sus gurúes Heinz Dieterich, Felipe Pérez fracasó. No tiene salida, pero tiene el poder. Y, sobre todo, las armas. La oposición, lo dicen las encuestas, es la nueva mayoría. Y ha aprendido.
Sólo los impacientes se olvidan de que desde que se optó por insistir, aunque el CNE mal pague, por la vía electoral, no ha hecho otra cosa que crecer. De minoría cercana al 30% en 2006 mayoría de 51% en 2013.
A los rojos se les agotó el discurso. Y los petrodólares. Y ala dirigencia opositora la capacidad para conducir el descontento. Hay un guión claro sólo hasta el 8 de diciembre. Pero como bien dice Alonso Moleiro, la salida es electoral pero los problemas de la gente no son electorales. Por ahora la palabra futuro está suspendida en Venezuela. El 8 de diciembre votamos. Esa misma noche las mayorías democráticas necesitaran un guión. No una improvisación. Volver a usar con entusiasmo la palabra futuro es la urgencia.