Opinión Nacional

El corazón de las tinieblas

 “No había yo visto nunca un cambio parecido al cambio que sobrevino en sus facciones, y espero no volverlo a ver. Me fascinó. Fue como si se hubiera desgarrado un velo. En aquella cara de marfil vi la expresión del orgullo sombrío, del terror despiadado; de una desesperación intensa y desesperanzada. ¿Estaba acaso viviendo de nuevo su vida en cada detalle, tentación y renuncia durante aquel momento supremo de total conocimiento? Gritó en susurros a alguna imagen, a alguna visión; gritó dos veces, un grito no más fuerte que una exhalación: “¡El horror, el horror!” Son las palabras culminantes de una de las más extraordinarias novelas del inigualable narrador inglés de origen polaco Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas. Para quienes no la hayan leído, base argumental de la también estremecedora película de Francis Ford Coppola, Apocalypsis Now. La narración de un viaje por el río Congo del capitán Marlow – el propio Conrad, en la vida real un capitán de marina mercante – hacia el corazón de la selva, emprendida a fines del siglo XIX, en donde un agente de una de las empresas del Rey Leopoldo II de Bélgica se ha convertido en el aterrador monarca de los más salvajes y primitivos seres de la barbarie africana. Al que encuentra hundido en el horror del más brutal y prehistórico primitivismo, próximo a morir y prisionero de sus últimos delirios. No resuelve Conrad el enigmático sentido del horror que impresiona y desencaja al siniestro personaje mientras agoniza. Si es el horror del dominio cruento y primitivo que ha causado con su maldad infinita, si es el horror del imperialismo criminal de Leopoldo II, que ha desatado la más brutal y despiadada explotación colonial sobre un país convertido en su propiedad privada. La obra, en todo caso, es la perfecta metáfora del regreso de la civilización a la barbarie siempre latente, siempre al acecho, siempre subyacente a la frágil construcción de la civilidad y la cultura. Esa barbarie que nos fundamenta y en lucha perenne con la cual el hombre levantara los más prodigiosos ingenios de convivencia y humanidad. La muerte de Chávez, rodeada de secretismo, de manipulación, de bárbaro y miserable misterio me ha impulsado a releer esta maravillosa obra de imaginería literaria. Me ha llevado a preguntarme por sus últimos momentos de lucidez, de cuestionamiento de sus acciones, del trágico balance que debe acometernos en el momento supremo, el más trascendente y el más inútil de nuestra aterida existencia. Jamás lo sabremos, como posiblemente jamás sepamos cómo, cuándo y en qué circunstancias exhaló su último suspiro. Salvo lo que uno de sus esbirros vio esbozarse en sus labios: «no quiero morir. No me dejen morir». Su heredero, impuesto por él tras esos conciliábulos habaneros tan enigmáticos, tan siniestros y tan brutales como los que rodearon los últimos momentos del dominio de Kurtz, el personaje de El corazón de las tinieblas en esa choza del corazón del Congo Belga, ha decidido intentar en su inocultable indigencia política e intelectual la imposible imitación del personaje original, recurriendo al anecdotario que alimentara sus interminables jornadas de seducción. Para lo cual no ha encontrado metáfora mejor que imaginar a Chávez, en vida un tropero rudo, soez, fragoroso y pendenciero, capaz de traicionar a su madre por obtener y conservar el Poder aunque dueño de una asombrosa capacidad de seducción de almas primitivas e inocentes – exactamente como Kurtz – , transfigurándolo en un coqueto, divertido y revoloteante pajarito silbador. Kurtz no dejó herederos. Se hundió en el corazón de las tinieblas. Si éste sobrevive, que Dios ilumine nuestros corazones.

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