Opinión Nacional

El caso Ismael García-Antonio Ecarri

Sin entrar a detallar mis personales preferencias en este caso, perfectamente conocidas de las dos figuras confrontadas – Ismael García y Antonio Ecarri – doy por zanjadas mis aprehensiones con la decisión asumida en su momento por los electores, refrendada por la dirección nacional de la oposición venezolana y hecha buena por personalidades políticas que me merecen la mayor admiración y el máximo respeto. Dios quiera que esas consideraciones terminen pesando en el juicio de quienes debieran atender ante a su amor por la Patria que a sus intereses personales.

La clase política venezolana, particularmente desde la desaparición de la generación del 28 y sus mejores herederos, no es un muestrario de excelencias, purezas virginales y reservorio de sabiduría y prudencia. Lo que tampoco es de escandalizarse. Dudo exista en el mundo un solo país cuya clase política descuelle por sus primores. Para bien o para mal de la humanidad, la lucha por el poder – motivo y sustancia de la política – sigue anclada en los sórdidos terrenos regidos por la ley de la selva. Para excepciones, la religión. Y ni siquiera. Como se ha esclarecido, todavía a medias, las trastiendas del Vaticano bullen del ruido ponzoñoso de las áspides. La infinita bondad y generosidad de Cristo brillan en su templo mayor por una cinematográfica ausencia.

El ideal antinómico ya fue expuesto por Platón hace dos mil quinientos años: darle el poder a los filósofos. O convertir a los políticos en amantes de la docta sabiduría. Estuvo a punto de perder la cabeza por pretender llevar su desandada teoría a la práctica en la figura del tirano de Siracusa. Y quienes más cerca estuvieron de conseguirlo, los intelectuales revolucionarios depositarios de las ideas de la razón absoluta de Hegel, como Lenin, convirtieron la política en un estercolero planetario. El Gulag y la Shoa dieron cuenta del lugar a donde fueron a parar las utopías platónicas: en la carnicería cósmica del Siglo XX.

De modo que mientras la sociedad sea lo que es, espejo de nuestras miserias, ambiciones y tortuosos deseos, la política seguirá siendo lo que es: bellum omnia contra omnes, la guerra de todos contra todos. O como lo diría Carl Schmitt: el mortal enfrentamiento amigo-enemigo. Con excepciones puntuales que confirman la regla, como Ghandi o Mandela, que tampoco fueron arcángeles. Llegaron a la conciencia de que los métodos pacíficos, en las circunstancias históricas porque atravesaban sus países, eran más útiles a sus causas que la violencia y la descarnada enemistad.

Comienzo con este inútil rodeo para explicar que, en función del objetivo supremo que debiera mover a nuestra clase política – derrotar a la barbarie y restablecer el orden de la paz y la justicia, vale decir: de la civilización – más, muchísimo más importantes son las causas que los hombres. Los propósitos y objetivos, que las ambiciones individuales. Que vistos desde las alturas de la historia, muestran en su quehacer político, diferencias infinitesimales, apenas mensurables.

Si fuera por mis personales apreciaciones, que es lógico considere tan valederas como las de cualquier otro ciudadano, las figuras llamadas a dirigir nuestras luchas y resolver nuestros conflictos no han sido respaldadas hasta el día de hoy por la consideración de las mayorías. Soy, dicho en romance paladino, un clásico perdedor: no voté jamás por ninguno de los presidentes elegidos desde que poseo derechos ciudadanos. Y en el colmo del despiste creí, y sigo creyendo, que Carlos Andrés Pérez hizo un segundo gobierno acertado y correctamente orientado en sus grandes lineamientos a resolver los graves problemas estructurales que sufría, y sigue sufriendo, Venezuela: acabar de raíz con la mojiganga cambiaria, ponerle atajo a la mendicidad como forma de gobierno, enterrar el populismo, descentralizar al país y darle carta de ciudadanía al sujeto entregándole la responsabilidad principal por su destino. En fin, una serie de medidas que apuntaban, en mi personal consideración de las cosas, en la correcta dirección de lo que la estulticia e imbecilidad mediática dominante llamara – y sigue llamando – “neoliberalismo”. Transferir la responsabilidad de la dirección de los asuntos públicos de un Estado opresor, mesiánico, irresponsable, corrupto y manirroto a los individuos, dedicados no a la política sino al emprendimiento, la creación de riqueza, la prosperidad general. Todo lo cual sin tener que pasar por ese Home que nos tritura a diario, el aparato de Estado. Tan bien calificada por Carlos Marx, de Boa Constrictor.

Digo, por lo tanto, que viví el golpe de estado del 4 de febrero de 1992 y las reacciones de jolgorio nacional que acompañó la más grave felonía cometida en Venezuela desde el 23 de enero de 1958 como quien sufre una tragedia personal. La muerte de un hijo. Y tal vez con una pesadumbre adicional: la casi absoluta soledad de que me vi rodeado por mis amigos académicos, periodistas, filósofos, empresarios y ciudadanos de a pie que consideraron el nefando crimen cometido por la pandilla de felones golpistas y la compañía de una civilidad corrupta en esencia pero amparada en una supuesta lucha contra la corrupción, que se dispuso a enterrar nuestra democracia – mediocre, mala y llena de taras, pero democracia al fin: venezolana – para montar este régimen autocrático, despótico, militarista y corrupto que desde entonces nos asfixia.

Son estas consideraciones de orden conceptual, las primeras, e históricas, las segundas, las que me llevan a considerar que no existe otro interés supremo en las actuales circunstancias, que derrotar, ojalá pacífica, constitucional y electoralmente, y si no es posible por esos caminos recurrir a todos los medios que la Constitución legitima, al reprobable sistema neo dictatorial que sufrimos. Que dados los oscuros antecedentes que llevaron desde antes incluso del 4 de Febrero de 1992 a destruir las bases de nuestro sistema institucional y la complicidad, colaboración o directo protagonismo de muchos de quienes hoy constituyen el grueso de nuestras fuerzas democráticas, auto erigidos algunos de ellos en vírgenes vestales de la lucha contra el castro comunismo colonialista que nos oprime, cargar las culpas sobre ciertos y determinados individuos y liberar, caprichosa y oblicuamente, a muchos otros tan responsables o más culpables del desastre que hoy vivimos – una catástrofe de índole colectiva, no individual ni personal y que macula la esencia de nuestra civilidad – demuestra la hipocresía, el farisaísmo, el maniqueísmo y la inmoralidad que hoy consume las fuerzas de nuestra nacionalidad.

Sin entrar a detallar mis personales preferencias en este caso, perfectamente conocidas de las dos figuras confrontadas – Ismael García y Antonio Ecarri – doy por zanjadas mis aprehensiones con la decisión asumida en su momento por los electores, refrendada por la dirección nacional de la oposición venezolana y hecha buena por personalidades políticas que me merecen la mayor admiración y el máximo respeto. Dios quiera que esas consideraciones terminen pesando en el juicio de quienes debieran atender ante a su amor por la Patria que a sus intereses personales.

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