Opinión Nacional

El Cara¿Qué? de 1.989

Aquel lunes 27 de febrero, el Ministro de la Secretaría llegó preocupado al almuerzo de trabajo que había convocado en Miraflores, informó que un auto mercado había sido saqueado, según recuerdo, en Cumaná. Como quien se asoma al porvenir, agregó, palabra más palabra menos «esas cosas se sabe cuando empiezan pero no cuando terminan». Con el ambiente algo tenso, abordamos el tema de la reunión que era implantar un sistema para el seguimiento de las decisiones del Consejo de Ministros, así como las resultantes de las cuentas presentadas por los ministros al Presidente. Luego, el Ministro se fue a Barquisimeto con el Presidente.

Los omnímodos poderosos de hoy se apropian del dolor de aquellos días, como precursor de sus ulteriores triunfos ¿qué tiene que ver nuestra presente tragedia con la de entonces?

De manera generalizada se afirma sin titubeos que aquello fue una reacción espontánea contra el gobierno. Pero si cuesta organizar una modesta reunión casera ¿es lógico asumir la espontaneidad como exclusivo elemento sincronizador e identificar el gobierno de entonces, que aún no contaba ni un mes de ejercicio, como único motivador y destinatario?

Quizá los historiadores sepan si las causas de algunos de los acontecimientos con incidencia en la historia pueden ser simples y son las aparentes, mientras otros tienen estímulos más complejos o de más larga data que se mantienen en la opacidad o si cada uno de tales sucesos suele tener raíces de ambas especies.

El archivo personal y frágil, almacén de vivencias que es la memoria, me trae imágenes, registros y sensaciones.

Ese mismo mes de febrero, Jaime Lusinchi había entregado la Presidencia con más del 60% de aceptación o popularidad, significa que en la percepción de al menos esa proporción de venezolanos, no había nada que cambiar pues estábamos en el mejor de los mundos. Aunque es poco recomendable tomar decisiones importantes en situaciones de emergencia, la terca realidad contraria se impuso al gobierno entrante, que se encontró con precario margen de maniobra y sin tiempo para convencer. La situación de las reservas, por ejemplo, era apremiante, apenas alcanzaban los trescientos millones de dólares frente a algo así como seis mil millones, igualmente de dólares, en compromisos por cartas de crédito.

Los días que precedieron aquellos explosivos de febrero y marzo, se agregaron imprevisiones, siempre más fáciles de identificar a posteriori, por supuesto.

El mismo lunes 27, en lugar de un viernes, por ejemplo, entró en vigencia un aumento del costo del transporte, que ocasionó tempranos disturbios en Guarenas.

Es difícil estimar la medida en que la información sobre una próxima liberación de precios, sin previa labor de concientización, recibida por oídos fanáticos de la ganancia fácil o, simplemente, cuidadosos del valor de reposición, agravó la escasez que los prolongados controles venían provocando. Pero es incuestionable que los anaqueles vacíos en los expendios de alimentos caldearon los ánimos y desataron la ira popular.

La Policía Metropolitana, por su parte, vivía una aguda crisis ¿también espontánea y sólo espontánea? que no había trascendido y que la incapacitaba para cumplir su función de preservación del orden público. Así la actuación de sus efectivos tuvo más relación con el clima interno un tanto anárquico, que con sus funciones y responsabilidades. Uno de los botones menos trágicos de la muestra, lo tuvimos sólo el lunes 27 en las pantallas de televisión al transmitir en directo, cómo sus efectivos impusieron colas en la entrada de varios de los negocios que fueron saqueados, en espera de la salida de otras personas cargadas con cuanto podían.

Adicionalmente, el país venía de nueve o diez años sin necesidad de utilizar equipos antimotines y apenas se encontraron unas inservibles máscaras antigases.

Se omitió, al parecer, el escenario de eventuales reacciones de violencia o perturbación y la sorpresa fue total, con su consecuente desconcierto.

El martes 28 se improvisó en La Carlota la llegada nocturna de tropas desde el interior porque en Caracas el número de efectivos apenas rondaba los mil quinientos. Aún después, el Ministro de la Defensa al salir del Despacho presidencial y ser abordado por algunas personas en los corredores, comunicó que nada se podía hacer porque el Presidente no quería represión. Un día más tarde, se repitió la escena y el Ministro transmitió el siguiente diálogo con el Presidente. Ministro, esto no puede continuar ¿Qué hago Presidente? Haga lo que tiene que hacer para que esto no continúe.

Desde una de las oficinas más cercanas al Consejo de Ministros, identificada en la puerta como Oficina Privada del Ministro de la Secretaría, hacía yo aquellos días mi trabajo como una de sus asesores. El Ministro hizo instalar allí dos planos de la ciudad, uno de Seguridad y otro de Abastecimiento y vinieron 4 oficiales quienes, mediante tachuelas de colores mantenían actualizada la información que les llegaba, en particular desde el comando estratégico, a través de varios teléfonos punto a punto, ubicados a tal efecto. Fueron, desde luego, días muy intensos y largos. Sin que estuviera previsto y tampoco pregunté por qué lo hacían, en las noches la central remitía llamadas de angustia pidiendo apoyo frente a supuestos grupos amenazantes. Con el personal de oficina que me acompañaba, las canalizábamos como podíamos. Salvo una que se identificó desde una urbanización del este de la ciudad, todas ellas se decían procedentes de zonas populares, las más frecuentes de Catia y del 23 de enero. Desde este último sector, no sabría precisar si a las 11 de la noche o las dos de la madrugada, una voz femenina clamaba por ayuda ¡Por favor, envíen a alguien que nos quieren quitar nuestras casas! ¿Quiénes? pregunté. ¡Ellos, ahí vienen! Aunque insistí no logré precisión y le pedí sus datos. En esa ocasión acudí a uno de los oficiales encargados de los planos de seguimiento quien luego de hacer gestiones, diligente y amable, me refirió que sólo podían enviar una tanqueta. Avisé a aquella persona, pidiéndole no asustarse cuando llegara una tanqueta. Para mi estupor, contestó, sin vacilar ¡Mejor, que vengan y los maten que nos quieren quitar nuestras casas!

Entre tantas incidencias impactantes que se me quedaron grabadas, recuerdo el asesinato de un soldado de la Guardia de Honor. El joven efectivo, confiado y desaprensivo, salió de Palacio Blanco no se a qué y en la esquina noreste fue derribado por un francotirador, desde algún edificio vecino. El tema de los francotiradores fue recurrente y me pareció desbordar la explicación de la espontaneidad pura de aquellos hechos. La interrogante se hizo más sólida porque uno de los oficiales encargados del seguimiento de la situación de Seguridad, me expresó la suya. No entiendo, me dijo, pero los francotiradores están siendo coordinados por radioaficionados.

Después, cuando vivíamos el sabor amargo de lo ocurrido, comenté el asunto de los francotiradores con una persona de seguridad, de mi confianza. No se inmutó y me ofreció un regalo. En efecto, tiempo más tarde me trajo casi una carretilla de papeles con copia de informes y fotos de inteligencia relativas a las actividades de ex guerrilleros, entre otros personajes, durante décadas. Aquel material me resultó impresionante. Como juego del destino, se me extravió en una mudanza.

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