El caos, teoría y praxis
Según los entendidos en matemáticas, la disciplina dentro de la cual surge
la teoría del caos, éste no es ausencia de orden sino cierto tipo de orden
descriptible en forma concreta y precisa pero de características
impredecibles. Corresponde a esos mismos científicos haber acuñado la
especie de que el aleteo de una mariposa en un lugar puede provocar un
cataclismo en otro muy distante.
Todos sabemos donde aletea la mariposa que nos tiene hundidos en este caos
que, más que teoría, es praxis cotidiana: en el Palacio presidencial de
Miraflores. La anarquía es la característica más protuberante de la
revolución bolivariana. En los regímenes dictatoriales clásicos, el hombre
fuerte del régimen construye una red de colaboradores que organizan el
gobierno y que, mediante el terror, logran la obediencia absoluta de la
gente. El miedo es a la muerte, a la cárcel, a las torturas o al destierro.
Las cosas marchan por un solo carril y cada quien sabe a qué atenerse. No
existe la más mínima posibilidad de saltarse lo que el régimen ha
establecido como ley, so pena de pagarlo con creces.
En nuestra singular criptodictadura no existe nadie con poder para poner
orden porque nadie está siquiera dos pasos por detrás del rey, como los
príncipes consortes. El rey está en un pedestal y los vasallos se encuentran
tan abajo y son tan pequeñitos que el gobierno parece una representación
escénica de Gulliver en Liliput. Los liliputienses del socialismo del siglo
XXI son el Vicepresidente, el Contralor General, el Fiscal General el
Defensor del Pueblo, los ministros, diputados a la Asamblea Nacional,
gobernadores, alcaldes y hasta magistrados del Tribunal Supremo de Justicia.
La potestad de cada uno tiene como límite las ocurrencias y caprichos del
padrecito presidente y ninguno se atreve a dar un paso espontáneo: tener un
rasgo de imaginación o pretensiones de alguna autonomía, suele ser altamente
peligroso.
Cuando se produce una revuelta como la que observamos en estos días: los
diputados a la Asamblea Nacional alzados contra los magistrados del Tribunal
Supremo, a quienes acusan de bandidos, corruptos y ofenden con otros
epítetos subidos de tono, uno tiene que suponer que ninguno se habría
atrevido a decir pío si la mano del amo no estuviera moviendo los hilos
detrás de bastidores. La supuesta usurpación de funciones que ahora les
imputan a esos jueces es la misma por la que antes se les felicitó. Cuando
se extralimitaron en sus atribuciones y legislaron a favor del gobierno,
eran respetables, dignos y excelsos juristas. Ahora son ratas de albañal
porque causaron alguna molestia, desagrado o desconfianza al Monsieur
Guignol de Miraflores.
Las luchas a mordiscos y patadas que se libran al interior del chavismo
deberían importarnos muy poco si no fuera porque de ellas derivan
incertidumbre, confusión y por consiguiente, anarquía. ¿Sabe alguien a estas
alturas si hacerle caso a la decisión del Tribunal Supremo en materia
impositiva, o a la resolución de la Asamblea Nacional que deroga la decisión
del máximo Tribunal de la República? ¿O bien seguir al Superintendente
Nacional Tributario que dice acatar la sentencia del tribunal? Habrá que
esperar que este próximo domingo o el día que mejor le parezca, venga el
comandante y mande a parar, como en la canción fidelista de Pablo Milanés.
Solo entonces sabremos cuál es la ley que vale.
Si los que ganan la partida son los magistrados, ya veremos a los diputados empequeñecerse aún más, hasta el nivel de microbios y mirar para otro lado como si su dignidad y su investidura no hubiesen sufrido un solo rasguño. Si son los magistrados los repudiados por el Máximo, los dos o tres que van a servir como escarmiento a los que quedan saldrán por la puerta trasera. Y estos últimos ni locos dirán una sola palabra que sea sospechosa de solidaridad con quienes fueron sus colegas en los últimos tiempos. La norma es ¡sálvese quién pueda mientras se pueda!>/B> Y, mientras se pueda, hay que echar mano de bonos compensatorios, de leyes que exoneran el pago de impuestos en determinadas circunstancias y de toda medida por anti ética que sea, que les permita a estos bailarines sobre un tusero asegurar económicamente su incierto futuro.