Opinión Nacional

El 11 de abril, una lección inolvidable

1.- Doce largos años de enfrentamientos con un régimen vesánico han venido a demostrar que la sociedad venezolana, tras cuarenta años de ininterrumpido ejercicio ciudadano,  no había superado el canceroso mal del caudillismo autocrático. Que la democracia, moderna y representativa, construida con tanto esfuerzo y tras largos y muy penosos sacrificios, no había logrado inocular los anticuerpos necesarios para conjurar sus más graves acechanzas, en un continente pronto a sucumbir ante sus mesiánicos delirios ancestrales. Que no bastaba con derrotar a la dictadura – como se hiciera el 23 de enero de 1958 – y echarse sobre los laureles. Que las peores taras genéticas de una sociedad secularmente habituada a la barbarie dictatorial habían sido derrotadas, pero no extirpadas. Vencidas, pero no erradicadas. Y que el mal del caudillismo autocrático y la dictadura militarista, que yace en el subsuelo de nuestra democracia, hibernaba pronta a despertarnos con su monstruosa pesadilla.

Que de esos cuarenta años que logramos conquistar con inmensos esfuerzos para reparar nuestros errores congénitos, veinte se hayan agotado en la apuesta por dos hombres supuestamente imprescindibles – Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez – , demuestra que la democracia venezolana jamás se curó del endémico mal del caudillismo. Poco importa lo que valieran o no valieran ambos personajes: si Venezuela insistió con Carlos Andrés Pérez – reiteración culminada en tragedia – y como si con tal fracaso no fuera suficiente volviera a insistir con Caldera, lo que terminó por desencajarnos como Nación y empujarnos al abismo de la autocracia, demuestra que la sociedad venezolana no supo escapar de sus maldiciones congénitas: insistir en las taras de su infantilismo político y renunciar consciente y deliberadamente a emanciparse de sus fijaciones freudianas.

Pues una de las comprobaciones más dolorosas de la tragedia que hoy vivimos radica en el principal responsable por el descalabro: la democracia representativa no fue liquidada por las fuerzas populares – que razones hubieran tenido, y suficientes, como para pasar la factura por esos cuarenta años de marginalidad y cuasi abandono. Fue liquidada por la irresponsabilidad de nuestras clases medias. Incapaces de estar a la altura de un país desarrollado, civilizado, consciente y responsable.  Del que, sin embargo y contradictoriamente,  son y serán el principal sostén. Como lo fueran, en un acto de suprema rectificación, de la maravillosa insurrección popular del 11 de abril.

Y de los partidos, que a pesar de haber contribuido con sus graves errores a la debacle, hoy se encuentran a la cabeza del esfuerzo por restablecer nuestra institucionalidad democrática.

2.- Aún así: que me perdonen sus actuales dirigentes, no sólo los de nuestros dos principales partidos históricos – AD Y COPEI, baluartes de esa magna obra de ingeniería política que fueron los únicos años de auténtica paz y progreso ininterrumpidos de nuestra atribulada historia bicentenaria – sino también aquellos de los nuevos partidos que hoy representan la voluntad popular. Pero lo cierto es que fueron y son, en gran medida, sea por error u omisión, corresponsables por la deriva totalitaria de nuestro país y hoy, tras tantos esfuerzos compartidos con la sociedad civil, del destino que enfrente la sociedad venezolana. De ellos, de su capacidad de expresar con lealtad, fidelidad y firmeza las aspiraciones libertarias y democráticas de nuestras frustradas mayorías,  depende el desenlace de esta grave crisis existencial. De la capacidad que muestren todos sus dirigentes, sin excepción, de asumir con grandeza, con generosidad, con alto sentido de la responsabilidad histórica el desafío de abrir los portones del futuro. Logrando el desiderátum: salir pacífica, constitucionalmente del tirano si ello fuere posible – y lograr la reconciliación de nuestra sociedad, hoy profunda y gravemente quebrantada, dividida, enconada.  Reintegrando nuestro país al concierto de las naciones democráticas.

Es bueno y necesario resaltarlo un día como hoy, 11 de abril, cuando se cumplen 9 años de uno de los acontecimientos socio políticos más importantes y trascendentales de nuestra historia: la multitudinaria insurrección popular que lograra uno de los más enaltecedores objetivos imaginables: enfrentar con las manos vacías y a pecho descubierto, sin una sola expresión de violencia y con sólo la fuerza de sus convicciones democráticas, su generosidad, su grandeza, su espontaneidad y su coraje derrocar a un presidente que violara todos los sagrados preceptos constitucionales, pronto a instaurar en nuestro país un régimen totalitario. Como en efecto.

Ese jueves 11 de abril de 2002, como consta en irrefutables testimonios de toda naturaleza, más de un millón de caraqueños, respaldados por millones y millones de demócratas venezolanos de todo el país y la consiguiente simpatía del mundo entero, pusieron al presidente de la república ante el grave dilema de desatar la violencia y la furia de sus elementos provocando el más aterrador baño de sangre de nuestra historia o dejar el Poder. Ante la decisión del Estado Mayor de nuestras Fuerzas Armadas de oponerse a la orden genocida de aplicar el Plan Ávila, el presidente de la república, luego de haber provocado la matanza de Puente Llaguno y de haber herido a más de una centena de manifestantes desarmados, se vio en la obligación de poner su cargo a la orden. Y entregarse, pacíficamente y sin imposición alguna, acompañado incluso por altas autoridades eclesiásticas, dispuestas a proteger con sus vidas la suya, a las autoridades militares en Fuerte Tiuna. Los sucesos de Túnez, de El Cairo y de Trípoli han venido a poner los sucesos del 11 de abril bajo una nueva perspectiva.

3.- En efecto: aquel jueves 11 de abril de 2002 un pueblo desarmado pero inmensamente combativo logró hacer realidad un sueño inmemorial, grabado en el inconsciente colectivo de nuestras tradiciones desde

Fuenteovejuna: derrocar a un déspota e imponer la voluntad de restaurar la justicia y el orden democráticos. El futuro de una sociedad consciente y responsable por su destino histórico tocaba a las puertas de Venezuela. Y las abrió, aquel día, de par en par. Un acontecimiento inolvidable. Desde el 23 de enero de 1958 Venezuela no vivía mayor explosión de felicidad. Así no tuviera la fortuna de esa fecha: los hados, esta vez, conspiraron contra los justos anhelos de las mayorías.

Sería injusto reprochar la ausencia de los partidos políticos, en tanto partidos, en esa gigantesca expresión de voluntad popular. Pero más injusto sería que, por intereses mezquinos, esos mismos partidos – entonces en pleno naufragio y azotados por la justa marea de la indiferencia popular – metieran en un mismo saco el 11 de abril con los frustrantes sucesos que echaron por la borda ese logro fenomenal de sacar de Miraflores a quien no tenía entonces – como se comprobaría luego – otro propósito que destruir nuestras instituciones, aplastar nuestra cultura democrática, entronizarse en el Poder y montar un régimen totalitario, de la mano del invasor cubano y arrastrando por los suelos nuestro orgullo soberano.

¿Cuánto dolor, cuánto sudor y cuántas lágrimas se le hubieran ahorrado al país si los maravillosos hechos del 11 de abril hubieran encontrado una dirigencia político partidista históricamente responsable, capaz de responder a la pujanza de nuestra sociedad civil asumiendo la decisión de intervenir en la resolución del grave impasse constitucional generado con el vacío de Poder dejado por la renuncia presidencial? ¿Qué sería de la Venezuela, hoy, si los altos mandos de nuestras fuerzas armadas hubieran sabido enfrentar la crisis con firmeza, ponderación y sabiduría, imponiendo una rápida transición hacia la institucionalización plenamente democrática del país, en lugar de mostrar el lado más pusilánime y mediocre de una oficialidad incapaz de estar a la altura de ese pueblo desarmado que sin disparar un solo tiro creó las condiciones para resolver una crisis existencial que nos empujaba al abismo del totalitarismo?

A pesar de la inmensa frustración que el fatal y absurdo desenlace de esa crisis provocara en la sociedad civil venezolana, pronto la vimos recuperarse y volver a protagonizar jornadas inolvidables, como las que condujeron al Referéndum Revocatorio. Dejó constancia con sus firmas, nombres y apellidos que deseaba la salida del tirano. Sin importar los costos de su testimonio. Protagonizó todas las gigantescas manifestaciones a que fuera convocada. Y asistió, silenciosa y desesperanzada, al triste desenlace  de un esfuerzo que no estuvo bajo su dirección. Y de cuyo fracaso no tiene responsabilidad alguna.

Hoy, nueve años después, la responsabilidad por el protagonismo histórico  ha vuelto a las dirigencias de los partidos políticos.

Viejos y nuevos. Renovados algunos, otros todavía atados a sus viejos hábitos. ¿Resolveremos, bajo esa dirección, la agravada crisis existencial que sufrimos? ¿Comprenderán que sólo la voluntad del pueblo es la voluntad de Dios? ¿Tendrán la inteligencia como para comprender que la unidad que requerimos es la unidad de la Patria, y que los partidos no bastan para representarla? ¿Sabrán interpretar los anhelos de las mayorías, que antes que candidatos andan a la búsqueda de líderes? Son importantes preguntas. De su justa respuesta depende nuestro futuro.

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