El 11-A como rito, nostalgia y anuncio de la proximidad del final
El estruendo con que el chavismo ha pretendido dotar de una significación inflada y ritual al sexto aniversario de los sucesos del 11 de abril del 2002, es el mejor indicio de que el movimiento político que lo promueve estará difícilmente en el poder el próximo año, o por lo menos en una precariedad tal que solo se permitirá celebrarlo en familia y con los seguidores más íntimos y confiables.
Que debió ser siempre el tono para recordar la paradójica fecha cuando el chavismo salió del poder por el empuje de una gigantesca manifestación popular y solo regresó después que sus partidarios en los cuarteles aprovecharon la crisis de identidad que paralizó a los Vásquez Velásquez, González González, Alfonso Martínez, y Medina Gómez, así como al liderazgo de los partidos políticos, para reinstalarlo en Miraflores al cobijo de amoladas, rupestres, lucientes y agresivas bayonetas.
Detalle que marca también el fin del chavismo que en un primer momento trató de disfrazarse con atuendos civilistas, plurales, democráticos y constitucionales, pues de ahí nace el pacto con que el comandante-presidente se entrega a una camarilla militar que supuestamente le iba a suministrar las armas para acelerar la revolución neopopulista y colectivista, pero solo para transformarse en su prisionero e instrumento.
El 11-A del 2002 moldea, en efecto, el apoyo castrense para barrer con la disidencia en los cuarteles, y terminar de completar la embestida contra las instituciones democráticas que trataban de contener el autoritarismo y el personalismo, pero sobre todo para enfrentar con pocos riesgos y salir más o menos librado del paro petrolero del mismo año y el referendo revocatorio de agosto del 2004.
Avance que es también una penetración en profundo hacia la corrupción, la incompetencia, el abandono de los programas sociales, y el surgimiento de las características más ocultas pero inextinguibles de la psiquis del teniente coronel, que al lado de una militarización creciente, juzga que su misión no es tanto nacional como internacional y se dedica a recorrer al mundo para predicar la buena nueva del socialismo y salvar la humanidad.
Para terminar de confundirlo, hay petrodólares copiosos y a disposición del autonombrado líder de la revolución continental y mundial, como que el 11-A del 2002 y sus sequelas coincidieron con un nuevo ciclo alcista de los precios del petróleo que se catapultan de 15 a 100 dólares el barril, y contaminan a Chávez de la ilusión que había alucinado a Carlos Andrés Pérez, y según la cual, la petropolítica tenía la clave, tanto para desarrollar el país, como para poner de rodillas a sus más conspicuos enemigos.
Pérez, sin embargo, no cayó en el error de hacer la revolución, construir el socialismo y pulverizar el capitalismo, al imperialismo y a los Estados Unidos por la simple manipulación de las variables energéticas que se cifraban en el seno de las reuniones de la OPEP, mientras se volvía al sesgo del lenguaje apocalíptico de la Guerra Fría, pero promovido ahora desde un país del Tercer Mundo cuya capacidad para sustituir a la Unión Soviética era tan ridícula como comparar a un gato doméstico con un tigre siberiano o de Bengala.
Pero lo peor fue la espiral incontrolable del gasto que trató de sustentar una alianza antineoliberal, antiimperialista y antiestadounidense, y por la que, gigantescos recursos provenientes de la pura y simple crisis coyuntural de energía, se repartieron a discreción, sin normas ni clásula de contraprestación, asignando al Tesoro Nacional el papel que antes había correspondido a los organismos multilaterales que asistían a las economías de la región con programas de ayuda o planes de ajustes, pero en la perspectiva de políticas que permitían recuperar lo invertido, para continuar prestando.
Lo que ha ocurrido con la caridad parroquial chavista (pues no se puede llamar de otra manera), es que ha llevado la ineficiencia del dinero fácil a países y regiones que sencillamente lo han despilfarrado a su vez, con las marcas de corrupción e incompetencia que se han revelado en los diversos escándalos que siguen al viaje de los petrodólares venezolanos por los países asistidos, tal se hizo evidente en el caso de la valija de los 800 mil dólares que se quiso introducir ilegalmente en Buenos Aires a mediados del año pasado y los diversos contratos que no se cumplen de la parte venezolana o extranjera, no obstante haber sido munidos por la generosidad del socio rico.
Pero lo peor es que, ciclo alcista de los precios del crudo, más conversión de la revolución bolivariana en un fenómeno internacional, más el empeño de Chávez en transformar a Venezuela en un sucedáneo de la Unión Soviética, y a él mismo en el sucesor y heredero de Fidel Castro, han significado el abandono del proyecto nacional de la revolución, la renuncia a las promesas de recuperar al país de la crisis que le permitieron a Chávez ascender al poder, tenderle la mano a los más pobres, mejorar los servicios públicos y combatir flagelos como la inseguridad personal y la corrupción que han hecho de Venezuela un refugio seguro para delincuentes de todas las categorías, clases y tipos.
Sobre estos dos últimos puntos debe subrayarse que Caracas ha desplazado a Bogotá (capital de un país que sufre los embates de una guerra civil que dura 50 años) como la ciudad más violenta del continente (entre 50 y 80 muertes violentas los fines de semana), y Transparencia Internacional, la ONG que mide anualmente los índices de corrupción en el mundo, lleva 5 años incluyendo a la Venezuela chavista en el ranking de los 10 países “más corruptos”.
Auténtico festín de Baltasar o cueva de Alí Babá cuyo producto o consecuencia más notable, es la aparición de una nueva élite cuyas fichas provienen todas de las filas de la revolución, con acceso irrestricto a las riquezas, al lujo y la opulencia que no alcanzaron los burgueses y capitalistas acusados de traidores y enemigos de los intereses nacionales, y por tanto, estigmatizados y acosados para pagar y purgar los pecados de vanidad y egoísmo.
De modo que si los oficiantes y celebrantes del sexto aniversario del 11-A del 2002 se escaparan del espectáculo y voltearan a ver la realidad, se encontrarían, de un lado, con el desfile de la nueva élite exhibiendo los signos de la riqueza más extrema y recién adquirida, instalada en las zonas exclusivas de Caracas y ciudades del interior, rodeada de automóviles con los precios más altos del mercado, y yates y aviones con los que grita al mundo que la revolución bolivariana es del tipo rentista, capitalista y consumista.
Del otro, están las clases más pobres del país, sintiendo cómo se profundiza su arruina, se les aleja hasta límites casi irrecuperables de la dignidad, el bienestar y el desarrollo y cómo la utopía que se le vendió como la salvación fue un auténtico fiasco, mientras Chávez queda dibujado como el autoritario de siempre que usa el tema de la miseria, la desigualdad y las injusticias para procurarle apoyo a su poder personal, militarista y dictatorial.
Por eso, después de esta desabrida y nostálgica celebración del 11-A del 2002, no tiene en mientes otro objetivo que no sea impedir que vuelva a celebrarse la farsa, y para ello nada más indicado que comenzar el desalojo del chavismo del poder en noviembre próximo.