Eficiencia y revolución
Una cosa es la eficiencia, y otra muy distinta es la revolución. Si el derrumbe estrepitoso del único intento serio por hacerlos compatibles, el de la Unión Soviética, no basta para convencer a los más porfiados promotores del socialismo del siglo XXI de su inevitable fracaso, ningún ejemplo mejor que el cubano.
Un país que estuvo a la cabeza de logros en seguridad social, en transporte y comunicaciones e incluso en educación convertida desde el 59 en isla chatarra que ha debido vivir de la mendicidad durante cuarenta y seis años: primero de la suculenta limosna soviética, luego de la explotación de jineteras, bandas de músicos jubilados y turismo español y finalmente del petróleo venezolano, ¿puede servir de modelo de eficiencia? Entregada a su estricta suerte, Cuba estaría por detrás de Haití. Sólo la ha salvado el uso de la revolución como chantaje moral ante la estúpida mala conciencia europea y la escandalosa irresponsabilidad de un teniente coronel que le está regalando lo que no le pertenece. Un atraco.
Que en siete años de “revolución” bolivariana y el despilfarro del tesoro más fastuoso que haya tenido la república en toda su historia hayamos venido a dar al espantoso pantanal en que hoy nos encontramos es prueba más que fehaciente de tal hecho palmario: la revolución y la eficiencia están completa, absolutamente reñidas. Lo demás es farsantería, frescura o estupidez, así provengan de la alta dirigencia gubernativa nacional.
La razón es muy sencilla: la revolución la hacen quienes menos saben de gerencia y administración y no los mueve el deseo de prosperidad o desarrollo de sus respectivas sociedades, sino la más descarnada ambición política y el deseo de apoderarse del Poder absoluto por parte de minorías delirantes y extraviadas que las promueven y las llevan a cabo. Las razones son elementales. En primer lugar: para hacerse con el Poder, debe desencajar todas las instituciones y estructuras jurídicas, políticas, sociales y culturales. Con la consiguiente hecatombe del aparato productivo y económico. Para consolidarlo debe destrozar la cultura dominante, arruinar al empresariado, liquidar la banca y hacer tabula rasa de todas las estructuras. Cuando quisiera producir es demasiado tarde: está al borde del abismo. Entonces se derrumba.
Ésa y no otra es la eficiencia revolucionaria: hacer tierra arrasada. Es ésa la única comparación aceptable entre las revoluciones socialistas y nuestra revolución independentista. Para imponerse ésta aniquiló tres siglos de cultura y no dejó más que un reguero de cadáveres y ruindad, pasto fértil para caudillos y salteadores. No se requiere ser un adivino para predecir con matemática exactitud lo que sucederá en Venezuela si no detenemos a tiempo esta pesadilla: la miseria generalizada, el holocausto, la devastación.
Cuando culpa a sus ministros por sus propios delirios se muestra de cuerpo entero. Como lo retratara con lacerante exactitud el cardenal Castillo Lara, tal esquizoide comportamiento sólo puede provenir de “un déspota paranoico”.
Que Dios nos proteja.