Educar para valorar
Uno de los problemas fundamentales que afronta la Sociedad actual, en particular la occidental, tanto en el conjunto de países llamados desarrollados como los denominados subdesarrollados, es la continua y progresiva desvalorización de sus juventudes. Observamos con preocupación como se ha venido formando una juventud “opulenta” en el seno de la familia acomodada , por supuesto con sus debidas excepciones ,que recibe todos los bienes materiales y no da nada a cambio, que gusta de la “exhibición” de las marcas más caras en todo aquello que usa o consume, generalmente sin criterio (justamente es lo caro del objeto, el mayor “valor” que el joven exhibe como atributo del objeto mostrado) , en una suerte de materialización del comportamiento, rico en la ignorancia de la indiferencia, con un cuadro anómico generalizado que comienza a preocupar a los estudiosos y analistas, sin que tengamos formulada una estrategia para contrarrestar estos efectos; incluso, asistimos a la “degradación” del eje axiológico costo-valor-sacrificio ,desde que el ser humano nace hasta su arribo a la edad adulta, proyectándose en la pérdida de los valores ciudadanos y democráticos en el relevo generacional.
Este problema se refleja en el mundo en general, con las respectivas diferencias culturales locales. Algunos autores, como el economista sueco Gunnar Myrdal, lo insertaron en el conjunto que denominaron como “los males de la abundancia”.
Por ello, es necesario el diseño de una estrategia pedagógica de formación social, que logre vencer las posturas acomodaticias y conformistas de la familia moderna, donde se premia la relación filial sin la contraprestación del esfuerzo y sacrificio personal, el estudio, la creatividad y el aprendizaje de los saberes necesarios para construir la Sociedad nueva .Desde el punto de vista cultural, los valores de la responsabilidad están vinculados con el hacer deontológico del individuo: el ejercicio del deber y la satisfacción del deber cumplido. Esto solo es posible, si la Educación (Institucional, Social, Familiar), se enfoca hacia el trabajo, orientando el estudio como un componente que nos permite el cumplimiento más amplio del deber a través de su ejercicio. De la misma manera que, análogamente, el esfuerzo físico es necesario para fortalecer el desempeño físico integral del individuo (que incluye al fisiológico y el anatómico), y así como el estudio analítico teórico y práctico, fortalece y agudiza el rendimiento intelectual, el estudio espiritual y el emocional son indispensables para cohesionar las dimensiones del desarrollo individual y colectivo.
De tal forma, que estamos en presencia de la necesidad de gestar un “conocimiento” más allá de lo que la consciencia o la información refieren; un “conocimiento” mas allá de la conducta, para mejorar la conducta misma; un conocimiento pleno, no solo de las causas y consecuencias (característico de la linealidad tradicional), sino tambien del entorno y sus especificidades, de las circunstancias y de sus oportunidades, del “ecosistema social” para comprender, en su exacta dimensión, lo necesario de ejercer la función “responsabilidad” para el sano funcionamiento de una sociedad “segura”, donde el ser humano sienta protegida su integridad personal en todos los ámbitos. Pero ello no es posible con la pasividad del que solo recibe: existe la necesidad perentoria de convertir al receptor en emisor positivo, tenemos la urgente necesidad de que pueda devolver en buenas y constructivas acciones, el acto de “recibir”. Es el “aporte”, el valor agregado de la acción positiva, lo que refleja la conducta necesaria para construir a partir de ella a la Sociedad. Vale decir, a partir de lazos de responsabilidad compartida, la solidaridad del “deber” realizado, porque solo a partir de esa acción estimuladora del desarrollo personal y colectivo, es posible el disfrute igualmente constructivo del derecho individual y social, a partir de cuyo entendimiento se cosechan los frutos del bienestar común que se traduce en el progreso expansivo de toda la Comunidad.
Otro elemento de suma importancia en la reorientación educativa, tiene que ver con su “norte” .Progresivamente, hemos visto como la cardinalidad de la formación, el sentido de la orientación educativa, se ha extraviado en la interpretación cabal del mundo difuso del ser humano contemporáneo. De alguna manera, el “asalto” de la información en cantidades superiores a las asimilables por el hombre, ha ocasionado cierta indigestión social que justamente se traduce en la difusión de antivalores que derivan en el envilecimiento y negación del propio individuo. La vida, adquiere para el joven una connotación de máximo disfrute hedónico y personal, en donde el resto de la Humanidad no pasa de ser un “decorado” artificial. Y no creamos que esta situación sea solo propia de los jóvenes, que pudiesen adoptarla como una específica cultura modal. Comienza a ser difundida por los propios docentes “adolescentes” de la misma materia valorativa que se traduce en sus discípulos, transfiriéndose a su ámbito como una parte sustancial del aprendizaje. En una oportunidad escuché a una profesora de Comunicación Social en una clase magistral, que le aconsejaba a sus discípulos “fumarse la vida”, como una manera de transmitirle el valor de la irreverencia como personas: pero resulta ser que el paradigma “fumarse la vida” significa justamente no tomarla en serio y por lo tanto, susceptible de desvalorización, disfrutarla sin responsabilidad, asumir todos los riesgos del irrespeto sin acudir al proceder reflexivo a que obliga el ser creador de opinión. Creíamos en que nuestro docente nos venía ya “formado”, que no era necesario revisar sus códigos de ontológicos; experiencias como la relatada nos revela que no era lo que creíamos lo que estaba sucediendo: entre nosotros se revelaba una realidad que en otra circunstancia sería difícil de admitir. El Docente estaba sufriendo del mismo mal que los alumnos y al no poder superarlo, se “adaptaba” a desempeñarse con la carencia “fumándose la vida”.
No se trata de proponer un puritanismo de nuevo tipo para resolver la antinomia. Al contrario, lo que nos revela esta experiencia personal, es la urgente necesidad que tienen todas las instituciones educativas de fomentar la comunicación entre los miembros de su comunidad, para que la inconformidad se asimile como un estado circunstancial y no estructural, que pueda transformarse constructivamente en una fuerza creativa que, al contrario, se convierta en motor de cambio gracias a la responsabilidad con la cual aborde la actividad del aprendizaje o de la enseñanza.
Es por ello que la comunicación valorativa profesor-profesor, estudiante-estudiante, profesor-estudiante, no puede ser ignorada en el proceso educativo. Antes bien, son la base experimental, el laboratorio, donde los grandes temas como éste deben ser debatidos para cohesionar la identidad institucional de los protagonistas educativos.
Esa vivencia debe retornar al hogar y del hogar debe regresar fortalecida ante la Institución. Pero: ¿Es que acaso la Escuela debe abordar la competencia de la familia? Por supuesto que no: a la Escuela lo que le corresponde es conformar la instancia de estudio de la familia más allá de cualquier otra consideración.
Pero, aprovechemos la oportunidad que se nos brinda para tocar un llamado de reflexión para todos. Hablamos de responsabilidad familiar cuando muchas veces esa responsabilidad no puede ser ejercida por falta de capacitación. Aunque nos parezca traída de los cabellos la expresión, lo que realmente observamos si profundizamos en los medios y no solo en los efectos y causas, es que en la mayoría de las anomalías del comportamiento de los individuos, existe un proceso comunicativo no concluido, una comunicación inconclusa, una reflexión incompleta, un ejercicio desarticulado de la función afectiva familiar que dejó a la intemperie sensibles resortes de la personalidad del individuo. Y es que ocurre que, la familia tambien necesita el “estudiar” la naturaleza del comportamiento humano para revisar la lectura e interpretación de sus códigos. Si ese estudio se realiza dentro y fuera del grupo, de seguro se estaría en mejores condiciones para afrontar la vida como grupo familiar. ¿Que pretendemos insinuar con esta reflexión? Que justamente necesitamos la Educación permanente del grupo familiar para asimilar y crecer en los cambios de la propia familia. Lo que inicialmente llamaríamos terapia familiar desde el punto de vista de la psicología clínica, o quizás, Escuela para Padres desde el punto de vista de la Docencia, derivaría en una especie de Educación Familiar Continua que tendría justamente la virtud de adoptar fraternalmente el conocimiento de los cambios familiares, con la participación de profesionales de la ayuda personal para fortalecer el “saber familiar” y aquilatarlo para su éxito.
De esa manera la Educación, y como partes consustanciales constituyentes, la Docencia, Investigación y Extensión, se colocarían al servicio del éxito individual y grupal de la familia como unidad afectiva básica, donde concurren los saberes sensibles capaces de repotenciar anímicamente el espíritu e interés de los individuos al logro de sus metas sociales.