Opinión Nacional

Ed Wood

Muy de vez en cuando me cruzó con un personaje en un libro o una película que me hace envidiar a su creador, en el sentido de que siento que a mí me hubiese gustado inventar a un personaje así. Esto no tiene que ver sólo con la habilidad del autor para tallar un personaje, sino también con la mezcla de experiencias, gustos, pasiones, debilidades, a través de las cuales filtro mis lecturas. Me pasó hace diez años con el Coronel Moori Koenig de Tomás Eloy Martínez, me pasó más recientemente con el Koke de Vargas Llosa y el Ira Ringold de Philip Roth, y me ha pasado, entre los clásicos, con Gustav von Aschenbach y Don Quijote. En el cine me pasó con Ed Wood, el protagonista de una película de Tim Burton (Ed Wood, 1994) que yo, que no suelo ver películas más de una vez, he visto ya al menos unas cuatro veces.

Por sí sola, la idea central de Ed Wood es bastante atractiva. Wood –personaje basado en un cineasta de los años 50– es un joven director de cine con una genuina vocación de artista. Su ambición principal es hacer grandes obras y todas sus energías las enfoca con determinación en esta labor. El problema es que no tiene un ápice de talento. Sus películas, que tienen títulos como “Plan 9 From Outer Space” y “Bride of the Monster,” son novatadas risibles que siempre, inevitablemente, terminan siendo fracasos artísticos y comerciales.

Pero el detalle interesante no es la ineptitud artística de Wood, sino la combinación de esta ineptitud con su rebosante optimismo. Wood es un hacedor, un emprendedor, un soñador que siempre detecta oportunidades donde los demás ven puertas cerradas o calles ciegas. Sus trajes impecables y su peinado perfecto parecen una proyección física de su personalidad activa y resuelta. Sus fracasos, que son muchos, a veces le golpean el ánimo, pero eso sí, no lo desaniman o lo hacen tirar la toalla. Wood recuerda esa frase genial de Churchill de que el éxito no es más que la habilidad de ir de fracaso en fracaso con entusiasmo.

¿Era así el Ed Wood de la vida real? En cuanto a su talento, sólo basta ver algunas de sus películas para comprobar que no exageran mucho quienes califican a Wood como el peor cineasta de la historia de Hollywood. Y a juzgar por lo que dicen sus biógrafos, Ed Wood era, de verdad, un hombre bastante optimista. Pero esto no es todo. Otro detalle que es tomado de la vida real, y que también es un tema importante de la película, es el hábito que tenía Wood de vestirse de mujer. Ed Wood no se sentía mujer, ni tampoco sentía atracción alguna por los hombres. Simplemente le gustaba de vez en cuando ponerse tacones, falda, peluca, maquillaje y sobretodo suéteres de angora (su fetiche más fuerte). Vestirse de mujer lo relajaba, le quitaba el estrés, como a otros nos relaja el vaso de güisqui en la noche, después de la jornada.

Como Dios los crea y ellos se juntan, la gente con que se rodea Ed Wood en la película (basados también –increíblemente– en personas de la vida real) son tan excéntricos como él. Está Tor Johnson, el ex luchador profesional con burujas de pelo en la espalda; Vampira, la sensual anfitriona de un espacio televisivo de películas de horror; el travesti Bunny Breekinridge, que sueña con una operación de cambio de sexo; y la diva en ciernes Loretta Kina, que acepta financiar una película de Wood a cambio de un rol protagónico. También está, por supuesto, el viejito Bela Lugosi, un actor muy venido a menos que es quizá el miembro más pintoresco de esta pandilla.

No he visto muchas películas con el actor Martin Landau, pero me atrevería a asegurar que su papel como Lugosi en Ed Wood es uno de los hitos de su carrera. Lugosi es una ex estrella con un fuerte acento húngaro que en su época dorada ganó cierta reputación interpretando a Drácula. Pero ahora su vida es un desastre: su esposa lo dejó, no ha trabajado en cuatro años, está arruinado y tiene una fuerte adicción a la morfina. Wood, que siempre ha sentido admiración por el viejo actor, lo conoce casualmente en la calle y decide reclutarlo para uno de sus proyectos, una película semiautobiográfica sobre las vicisitudes de un travesti. Por supuesto, la película no es ideal para un actor como Lugosi, que es una legendaria estrella de películas de horror. Sin embargo, el viejo actor no tiene otra opción: literalmente necesita trabajar para comer.

La relación entre Wood y Lugosi, que conforme avanza la historia se hace cada vez más cálida, es uno de los fuertes de la película. Al principio esta amistad no es del todo desinteresada, pues ambos mutuamente se necesitan. Wood necesita a Lugosi para dorar con el prestigio del viejo actor sus desalados proyectos cinematográficos (y así conseguir fondos), mientras que Lugosi necesita a Wood para pagar la renta, financiar su adicción a la morfina y quizá revivir su carrera artística. Pero, como muchas veces pasa en la vida real, lo que comienza como una amistad circunstancial poco a poco se va convirtiendo en una amistad verdadera, en la que el cariño, el respeto y la empatía se imponen sobre la gran diferencia de edad y los pequeños intereses. Al final Wood termina siendo el mejor amigo de Lugosi (que no tiene a más nadie en la vida) y el que se ocupa de él cada vez que sufre un achaque.

Uno de los detalles que más me gusta de la película de Burton es la admiración que, contra la opinión del establishment hollywoodense, siente Ed Wood por el talento artístico de Bela Lugosi. A Wood le parece una injusticia que la ciudad se haya olvidado de él y hace todo lo posible por aprovechar su talento y hacer brillar al viejo actor en sus películas. Otro detalle que me gusta es como Wood, en todas las escenas que filma, recita en voz baja los diálogos al mismo tiempo que los actores, como sumido totalmente en la trama de su propia obra. Otra muestra de su sinceridad artística es cómo se las ingenia para que sus proyectos siempre retengan algo de su visión. Muchas veces Wood tiene que ceder ante las presiones de los financistas de sus películas, y a veces hasta prostituirse, pero siempre busca la manera de esquivar presiones y utilizar sus proyectos como vehículos de expresión (por ejemplo, Wood logra inmiscuir su fetiche con los suéteres de angora en varias de sus películas).

Este compromiso con el arte, que pareciera ser parte inherente de su personalidad (es decir, no puede sino ser así), es sumamente inspirador. Es inspirador el hecho de que Wood no renuncie a su vocación a pesar de sus múltiples fracasos y limitaciones. Es inspirador el hecho de que, durante mucho tiempo, no deje que la adversidad siquiera lo desanime. Y es inspirador verlo confrontar la vida con ese rebosante optimismo, un optimismo que pareciera fortalecerse con cada traspié.

Sin embargo, al final de la película nos enteramos de que este optimismo de Wood no dura para siempre. Una pequeña leyenda nos informa que, con el transcurso de los años, la dura realidad erosionó sus sueños, sumiéndolo en el alcoholismo y arrastrándolo al nicho oscuro e indigno de las películas de horror semipornográficas. Enterarse de ello es muy triste. Desde el inicio de la película sabemos que Ed Wood nunca llegará a ser un gran artista, pero eso no nos importa: nos conmueve y recomforta su espiritú luchador.

En su libro “Rebelión de las Masas” –que casualmente leo mientras escribo este ensayo– Ortega y Gasset divide a la sociedad en “masas” y “minorías selectas.” El grupo de las minorías selectas, dice Ortega, está conformado por personas que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, mientras que las masas no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas. Ortega aclara que ésta no es una división de clases, sino de clases de hombre, y enfatiza que el hombre selecto no es el arrogante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, “aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores.” Edward J. Wood Jr. no llegó a ser un gran artista como su ídolo Orson Welles. Trágicamente, ni siquiera llegó cerca de esa meta que con tanto brío y entusiasmo trató de alcanzar. Pero no tengo la menor duda de que fue, durante la mayor parte de su vida, un miembro de honor de esas “minorías selectas” de las que hablaba el filósofo español.

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