Opinión Nacional

Duda metódica

¿Alguna vez han experimentado ustedes tener muchas cosas qué decir y quedarse en Babia, esperando que acudan las ideas que dan cuerpo al discurso interior, antes de convertirse en una reflexión digna de compartirse con los demás? Pues así me deja el transcurrir del mundo durante el verano en el hemisferio norte, el mismo que monopoliza el concepto de las vacaciones estivales, ese invento tan reciente, popularizado apenas después de la segunda guerra mundial, cuando la clase obrera comenzó a acceder al pago de un asueto anual para hacer un alto en el camino y escaparse masivamente a las playas o a las montañas.

No hay grandilocuencia en lo que digo, ni siquiera tengo la pretensión de ser un observador implacable de la realidad que nos golpea sin tregua, desconociendo las convenciones sociales y las imposiciones culturales que nos llevan a dar por hecho que las festividades han estado siempre allí, inamovibles y perpetuas. Me explico más. El tiempo que transcurre no conoce de calendarios; los ciclos de la naturaleza obedecen a principios que la humanidad ha querido regular y administrarlos, con la ilusión de tenerlos bajo control, dotándolos de esa extraordinaria capacidad del ser humano de crear y de reconocer símbolos. Toda fiesta o bacanal acontecía para celebrar la cosecha, etc.

En mi colaboración anterior, por ejemplo, no pude sustraerme al impacto de la noticia de la muerte de una joven embarazada por negligencia médica y la posterior muerte del bebé sobreviviente por otro lamentable descuido. Para quienes estamos de este lado del mundo se vuelve un tábano en el oído la interrupción de la democracia en Honduras porque nadie ignora que el rompimiento de las negociaciones entre dos partes, una con la razón constitucional y otra con la sinrazón golpista, podría desencadenar un baño de sangre. Al final, las partes acaban siempre acomodándose y el precio pagado en vidas humanas no se restituye jamás. Esa es la paradoja criminal de los conflictos bélicos. Pero esa prioridad de nuestras preocupaciones en Latinoamérica no les dice mucho a quienes habitan las antípodas, como a nosotros nos dice poco y debería ser de enorme elocuencia las últimas explosiones en Yakarta, donde el terrorismo de grupos fundamentalistas islámicos han vuelto a causar desolación hace unos cuantos días, haciéndose explotar como bombas humanas en recintos hoteleros de la capital de Indonesia.

Hasta el sumo pontífice de la iglesia católica sufre un percance mientras disfruta de sus vacaciones. El Papa Benedicto XVI tuvo que ser intervenido quirúrgicamente en la ciudad italiana de Aosta, por haberse fracturado la muñeca derecha en una caída doméstica, al resbalarse en el baño. Esta lamentable noticia tiene su lado positivo y lo es sin duda pensar en las vicisitudes y sufrimientos humanos del vicario de Cristo en la tierra.

Hablando de pontífices y de vacaciones, recuerdo que viví la noticia de la muerte de Paulo VI dos veces, durante un largo viaje a Europa. Estuve atento, como todos, a las deliberaciones del cónclave, uno de los misterios más atractivos de la vida espiritual de los cristianos. Me alegró saber que lo sucedería como Obispo de Roma un hombre de talante y apariencia bonachona, que aunque no era regordete, sí recordaba la bonhomía del Papa al que he admirado más, Juan XXIII, ese hombre sabio de origen campesino que supo transmitir su inmensa caridad hacia los pobres, visitando cárceles y hospitales, y que se encumbró menos en las pompas vaticanas. Baste saber que -según los datos disponibles todavía- su primera medida de gobierno le enfrentó con el resto de la curia, al reducir los altos estipendios y la vida de lujo de algunos obispos y cardenales; dignificó las condiciones laborales de los trabajadores del Vaticano, que hasta entonces carecían de muchos de los derechos de los trabajadores de Europa, y nombró por primera vez en la historia cardenales indios y africanos.

Por si eso fuera poco, su larga trayectoria tuvo el sello de un profundo humanismo. Es bien sabido que su intervención fue providencial en el socorro de numerosos judíos perseguidos por los nazis. Precisamente, tengo una historia al respecto; la suegra de un respetable comunicador mexicano de origen hebreo me contó durante una cena reciente en Acapulco que durante su infancia y primera juventud en Estambul solía frecuentar en busca de consejo al entonces vicario apostólico de la antigua Constantinopla, en recuerdo a la formación católica que su padre le habría procurado para ayudarle a escapar de las persecuciones en boga, y que ese hombre abierto al diálogo con las religiones no era otro que quien sería conocido un día como el “Papa bueno”.

Yo era un niño provinciano de escasas entendederas cuando los rusos se pusieron a jugar a las vencidas con Kennedy, pero recuerdo bien las angustias de personas allegadas de mi madre con quienes se conversaba de los llamamientos a la paz de Juan XXIII, tendientes a evitar un conflicto nuclear capaz de acabar con el globo terráqueo varias veces. No se puede olvidar que sus firmes intervenciones se daban en medio del agravante diplomático de haber sido precisamente él quien excomulgó a Fidel Castro.

Realidad y percepción, el “Papa Buono”, a quien también el comunista y ateo Pier Paolo Pasolini le dedicó una de sus grandes películas, «El Evangelio según San Mateo», dejó en millones de seres una huella profunda de un hombre alegre, cálido, generoso, y profundo reformador de su iglesia; fue un hombre de talante humilde, capaz de remover conciencias a diestra y siniestra, nunca mejor dicho, con énfasis más pastoral que político. Al pensar en él sigo creyendo que otro gran Papa en esa misma línea hubiera sido el lúcido Cardenal Carlo María Martini, Arzobispo emérito de Milán, uno de los espíritus más tolerantes de la iglesia contemporánea.

Así que la llegada de Juan Pablo I, me había llenado de esperanza. Las enciclopedias nos recuerdan que el último Papa de origen italiano había elegido como lema de su papado la expresión latina Humilitas (humildad), poniéndola en práctica con el rechazo expresado a su coronación y a la Tiara papal, en la ceremonia de entronización. Los 33 días de su pontificado yo seguía de vacaciones y una mañana Jean Claude Benoist, gran amigo francés que me hospedaba en París me dejó un recado en la mesa, a lado de los croissant, que me pareció en un principio una broma recurrente de mal gusto. El papelito lacónico decía: ha muerto el Papa. No tenía pies ni cabeza repetir un mes después la noticia que todos conocíamos. No fue sino hasta la llegada de Le Monde a los puestos, siempre después de la comida, que constaté la triste y funesta noticia. Lo que vino todos lo sabemos. Hasta el día de hoy subsiste una razonable duda sobre el trágico fin de Albino Luciani. Se ha publicado una amplia bibliografía que sostiene o ataca las versiones de un envenenamiento derivado de sus propósitos de retomar el ánimo reformador de Juan XXIII. Quienes profesan teorías conspirativas tienen mucha tela que cortar con este tema. Se parece a la tendencia, renovada en estos días por el cuarenta aniversario de la llegada del hombre a la luna, de quienes siguen afirmando que ese paso gigantesco de la humanidad es un vulgar montaje hollyiwodesco. La verdad es que la propia NASA le ha echado leña al fuego al reconocer que las cintas originales de las filmaciones del primer paso en nuestro satélite natural fueron borradas para ahorrar y utilizarlas de nuevo…

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