Opinión Nacional

Dos presos, dos regímenes

En los años sesenta, vistiendo la blancuzca piel de cordero de un defensor indeclinable de los derechos humanos, y citando si mal no recordamos a Albert Camus, un dirigente político decía que un régimen político se reconocía por la manera como trataba a sus presos. Y por supuesto, para él los gobiernos que se sucedieron después de 1958 eran la abominación de la desolación. Hoy, convertido en una vieja trotaconventos militarista ese personaje ha revelado la razón de su condena: no porque fuesen crueles, perversos o inhumanos, sino porque eran gobiernos civiles. En cambio, el hombre que alababa en 1988 la reciedumbre moral de Oswaldo Álvarez Paz, en 2010, ante su prisión por delito de opinión, lo único que se le ha escuchado hasta ahora es el sonido de sus tacones al entrechocarse en posición de ¡firme!.

La doble moral
Bueno, allá cada quien con su conciencia. Si hemos citado ese triste ejemplo, es porque es una muestra incomparable de lo que se llama doble moral, tan característico del régimen del teniente coronel. Nos viene a la memoria la razón, por la cual, la forma cómo y sobre todo el tratamiento que se les dio a los delincuentes que en febrero y en noviembre de 1992 regaron el asfalto caraqueño con los sesos y la tripas de sus pobres soldaditos, mientras ellos tomaban las de Villadiego refugiándose sin un rasguño, el uno en el Museo Militar, los otros en Iquitos, en plena Amazonía peruana. Los que fueron atrapados y enviados a Yare, comenzaron a quejarse de las horribles condiciones en que los inquisidores de la «Cuarta República» los tenían: sin televisión a colores en sus celdas, sin teléfonos celulares, sin «neverita para la dieta» y lo peor de todo, sin seguirle pagando sus sueldos. Coreados por el entonces profesor de moral hoy aplicado lamedor de botas militares, pronto se les proveyó de todo eso.

Cuando viste harapos civiles

Porque en la tradición penal venezolana, cuando un delincuente viste harapos civiles (o nada), se le castiga con toda la crueldad de que es capaz un carcelero, pero si viste uniforme, está seguro de la impunidad, y si el perdón se tarda un poco, se le trata de una manera tal, que su sitio de reclusión nada tenga que envidiarle a un hotel de cinco estrellas o a la prisión del Envigado en Colombia, donde tenía su amable celda otro delincuente de pareja influencia, Pablo Escobar Gaviria.

Comparemos esto con la situación actual de una valerosa mujer venezolana, a quien ni el más desvergonzado de sus carceleros militares se atrevería a sugerirle que «sea varón», como se hizo con un personaje bien conocido nacional e internacionalmente por su fanfarronería y su correlona y lacrimeante cobardía. Estamos hablando de la jueza María de Lourdes Afiuni, cuyo respeto a la Ley molestó tanto a ese personaje, que la mandó meter presa y ordenó que le dieran treinta años de cárcel.

No llaman ya la atención

Por cierto, en una magnífica demostración de la idea que tiene de la independencia de los poderes, el pundonoroso militar Esteban «Dido» Zeabarón. Pero no es sobre eso que quisiéramos poner hoy el acento: tales arbitrariedades se están haciendo tan habituales, que ni siquiera llaman mucho la atención de los diarios. Lo que queremos destacar es lo que sigue a esta, en este como en otros casos: el tratamiento que se da en la cárcel a esta admirable dama. Hay una evidentísima intención de quebrarla apelando al terror. Sus familiares han denunciado que se le ha intentado imponer como compañera de celda a una peligrosa homicida, para hacerle sentir pendiente la Espada de Damocles sobre su cabeza, o acaso para aplicarle de una sola vez lo que se le quiere imponer poco a poco: la pena de muerte.

Pero el ensañamiento contra la juez Afiuni es tan desmesurado, que como suele suceder, revela lo que invade los nervios de quienes han querido asustarla.

El origen de la rabia

La rabia, o como se le llama también, el coraje, de quien no mostró tanto en aquel refugio del Museo Militar tiene otro origen: su decisión, por muy ajustada a derecho que fuese, permitió que el reo que puso en libertad se fuese del país. Lo cual de por sí solo no sería mayor problema ni causaría el mayor temor, sino que en su memoria iban guardados una buena cantidad de datos que en cualquier país con un sistema judicial confiable, servirían para enjuiciar y meter presos sin los privilegios de que gozaron en Yare, a muchos de los hoy enriquecidos (personal o familiarmente) héroes de aquella gesta de correlones maratónicos.

Si bien el trato que se da a sus prisioneros desnuda el carácter despótico y despiadado de este régimen, ese ensañamiento revela también otra cosa: no hay nada que tema más hoy el gobierno que la boca floja de un cómplice que, para salvar el propio pellejo, se vaya de la lengua y saque al sol los trapos sucios de la adiposa piara militar aposentada en Miraflores.

Ese miedo no lo tendría, o por lo menos no en esos extremos, una gente que crea en lo que dice su jefe: que va a mandar hasta la consumación de los siglos. Su premura, su desesperación por callar a los denunciantes, viene del hecho de presentir que no está demasiado lejano el día en que deban rendir cuentas ante la justicia ordinaria.

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