Disquisiciones entre millas y kilómetros
Comencé el año de 2008 de la era Cristiana, viajando; salir de casa es una suerte de auto prescripción que promete e ilusiona; podría prefigurar mucho de nuevo y diferente entre pecho y espalda, los próximos once meses. En uno de mis oficios, porque sin ninguna presunción tengo la fortuna de practicar dos o tres, es cosa corriente. Y en los otros dos, se vuelve algo deseable y hasta necesario ver el mundo. Soy hijo de la emigración constante. Por los dos troncos del árbol que conforma a mis hijas y a mi (y por su parte también a mi esposa, que se formó durante tres años en Asia), se ha cruzado el Atlántico y el Pacífico en los dos sentidos los últimos dos siglos. Quiero pensar, entonces, que el viaje lo llevamos en la sangre, a la manera de los hombres de mar legendarios. A propósito, robé la llave de la estancia del hotel donde pernoctó William Faulkner en Buenaventura que debería llamarse Buena Aventura. Se llama todavía «Hotel Estación» porque hasta su bello porche llegaba la máquina humeante de un tren que partía desde el Valle del Cauca, atravesando bosques tropicales de lujuriosa provocación. No podía haberme ido de un país de belleza tan vigorosa como Colombia sin despedirme de su ribera más tormentosa. Yo que soy hijo adoptivo de Cartagena de Indias y profeso veneración por el Caribe y el Mediterráneo, tenía que equilibrar mis corrientes marinas viviendo una temporada en las proximidades del Océano Indico y varios años ya en mi doméstico Acapulco.
Las últimas horas las he pasado en la capital de Texas. Dicen de esta ciudad que es eminentemente musical. Y no hay que dudarlo. El viento que baja desde el Ártico juega con las ramas desnudas de los arbustos invernales y produce toda suerte de rumores rítmicos. Además, de aquí salió proyectada hacía la fama millonaria, en discos y en dólares, la otra hija de Ravi Shankar, Norah Jones, quien junto a la bellísima Anoushka, demuestran que el talento también se lleva en las venas, y puede volverse efectivo si se escuchan las voces de los fantasmas celulares convertidos en genomas. A Norah no la pude conocer en la India porque desde jovencita vivió en estos lares texanos. Anoushka vino a la casa en Delhi dos o tres veces; la llevamos a cenar con mis hijas en Katmandú y con otra de ellas se hizo el agujero en la nariz para colocarse el Bindi que reestructura el equilibrio de los rostros a la manera védica. Estas banalidades son anecdóticas y forman parte de las páginas más desprendibles de las experiencias de los últimos años, vividas en varios continentes. Se le ocurre a uno recordarlas mientras está «movilizado internamente» como dicen los Freudianos que se pone uno cuando sale de casa. Claro que el viaje trastorna otras cosas también, con la mudanza de la calidad de las aguas y los hábitos alimentarios. Por cierto, anoche cené una hamburguesa sui géneris. La exigí sin pan y papas fritas. Estaba hecha de carne bovina de una raza que inventaron en Japón, llamada Kobe y que parece tratarse del caviar de las carnes rojas. En alguna parte leí que en Tokio hay un restaurante que vende el filete a mil dólares. Por ese precio hubiera comprado dos vacas en la India. Allá por el año 1995 adquirí un bello y bravo ejemplar a las afueras de Mathura, y de Vrindavan, los parajes de nacimiento y correrías de Krishna, el travieso dios azul que se solazaba entre damiselas y rebaños. Regalé la vaca blanca de cuernos esquivos a los empleados del bungalow construido por Lutyens, donde Octavio Paz radicó los últimos años de su embajada en la India. El personal gozaba de un compound con todo y establo. En cuanto vieron la vaca la decoraron a la usanza de su religión Hindú. Se trató de una suerte de significativo amuleto dado el carácter sagrado de ese animal que deambula por las calles de todo el país a su libre albedrío.
Vuelvo a estas tierras norteñas para nosotros, profundo sur para los norteamericanos, para hablar del equilibrio arquitectónico de sus asentamientos urbanos. La característica general de las ciudades de hoy en día en este país tan peculiar, se ha dicho hasta la saciedad, es la uniformidad. Recuerdo que un día salí de Nueva York en un histórico «Greyhound» y horas más tarde me desperté volviendo a la misma estación. No era verdad. Ya estaba en Philadelphia, pero las calles engañosas parecían idénticas y así por delante, en una suerte de viaje delirante que se emprendía para volver al mismo sitio; en realidad era otro, como una metáfora de la existencia que siendo siempre la misma vive transformándose como las aguas de Heráclito, o lo que es peor, en duda perpetua como los fluidos, emblemáticos del dedo de Cratilo. (Seguirá el viaje la próxima semana).