Diez enseñanzas para Conatel
Conatel, como bien lo aclarara su Director General, Teniente Jesse Chacón,
es un organismo técnico. Acaso por ello, por su carácter técnico, desconoce
las complejidades intelectuales de los procesos de comunicación. Eso explica
que el Teniente Chacón jamás se refiera a Marshall McLuhan o a David K.
Berlo cuando hace presentaciones públicas o declaraciones a los medios, y sí
insista en hacer énfasis en su carrera en sistemas y telemática, creyendo
tal vez que la comunicación es un asunto de herramientas y mecanismos, de
chips, de bits o bytes, no de interacción intelectual entre seres humanos a
través de una amplia gama de medios. Pero dado que un organismo técnico se
abroga competencias legislativas que requerirían conocimientos del campo de
la Comunicología, toca entonces enseñar, que no aleccionar.
En el mundo actual, moderno y progresista, del cual cada vez más pareciera
que algunos países no formamos parte, la libertad de pensamiento y expresión
es un valor innegociable. Se considera de la siguiente manera:
En primer lugar, se la plantea como «absoluta», a diferencia de «la mayor
posible». Se la tiene o no se la tiene. No es posible tenerla a medias. A
las sociedades con respecto a las libertades ciudadanas, como a las mujeres,
no les es posible estar «medio-preñadas». A la Señora Libertad de
Pensamiento y Expresión se la define como «sin límites ni cortapisas». Si
los tuviera, no sería tal. A esta buena señora se la considera una conquista
de la civilización, un logro de la humanidad. Que al fin y al cabo, la
historia revela que fueron muchos siglos de mordazas, de yugos, de cadenas.
Pero pareciera que hay humanidades que lo son menos que otras. Y hay países
en los cuales sus gobiernos y funcionarios insisten en aplicar conceptos
largamente superados.
En segundo lugar, se establece clara diferencia entre lo que es información,
interpretación y opinión. Pero se está también claro con respecto a que las
líneas divisorias son tan y tan finas, que unas y otras pueden
entremezclarse y formar una nueva categoría. La tendencia moderna entonces
es referirse a la libertad de información y a la libertad de prensa,
dándoles el calificativo de hijas predilectas de Doña Libertad de
Pensamiento y Expresión.
En tercer lugar, a la Doña en cuestión se la considera «indispensable». Sin
ella, sin su ejercicio pleno, abierto e incondicionado, no existe verdadera
democracia. Los atentados a la libertad de pensamiento y expresión
constituyen dardos envenenados contra los valores democráticos.
En cuarto lugar, hace rato que el mundo desarrollado cayó en cuenta que los
comunicadores no tienen que ser graduados en Comunicación Social ni ser
profesionales del Periodismo, y menos que menos tener que estar colegiados.
La gremialización se considera voluntaria. El imponerla se considera una
medida compulsiva, y se califica como involución y mediocridad. McLuhan,
acaso el comunicólogo más destacado del siglo XX, jamás estuvo colegiado.
Creó asociaciones profesionales y académicas, propició la instrumentación de
espacios de discusión, motivó a los comunicadores del mundo a desarrollarse
intelectualmente para producir y divulgar grandes ideas, pero nunca estuvo
de acuerdo con establecer organismos controladores. Fue McLuhan quien
estableció que el mundo necesitaba que cada uno de sus habitantes
entendiesen que la comunicación le es natural al ser humano, que la
incomunicación es una perversidad generada por hombres con mentalidades
inferiores.
En quinto lugar, en el mundo desarrollado, se ha llegado a la conclusión que
las diferencias o disputas se dirimen en los tribunales. Los comunicadores,
sea cual fuere el medio de comunicación en el que se desempeñen o la
profesión que tengan, y con independencia de su carácter de empleados o
colaboradores a destajo o ad honorem, no pueden ser llevados ante tribunales
militares (Chile, alabado sea Dios, acaba de legislar en la materia). Los
medios, vehículos al fin de la comunicación, no pueden ser responsabilizados
de las opiniones que libremente expresen sus columnistas, y tampoco pueden
censurarlos, pues se considera que al fin y al cabo siempre les queda el
recurso, perfectamente válido, de no incluirlos en su «staff». El concepto
de co-responsabilidad es considerado absurdo, descabellado y generador de
nefastos procesos de autocensura. La censura previa o «ulterior» es censura,
perversa, perjudicial.
En sexto lugar, los funcionarios públicos sólo pueden hacer aquello que les
está expresamente permitido; los ciudadanos pueden hacer todo aquello que
nos les esté taxativamente prohibido. Esto está directamente vinculado a que
los gobiernos son poderosos por diseño, y por tanto, deben ser limitados en
su acción, no así los ciudadanos.
En séptimo lugar, los Estados no pueden ni deben establecer censuras, ni
abiertas ni veladas, ni pueden ni deben marcar condicionamientos, ni pueden
ni deben intervenir en los contenidos de los mensajes. Están pasadísimas de
moda, por decir lo menos, las ideas que convierten a los Estados y Gobiernos
en suertes de «Pater Noster». La tendencia moderna gira en torno a entender
que primero fue el Individuo, quien se unió con otros pares y armó
«Sociedad». Esta creó el Estado, el cual siempre está para servir y proteger
a la sociedad, nunca para sojuzgarla. Esos Estados que se sienten con
deberes de padres protectores, terminan tomando decisiones que restringen
los derechos ciudadanos. En aquellos países donde tal cosa ocurre, impera un
anacronismo contraproducente y decadente.
En octavo lugar, no caben las discriminaciones por ninguna razón, ni por
raza, religión, ideología política, edad, sexo, nacionalidad. Los Estados no
pueden ni deben pre-establecer balances, pues ello supondría que se da
espacio a conceptos descartados ya como «la verdad verdadera».
En noveno lugar, se considera que los ciudadanos tienen derecho a que haya
de todo en información y opinión, y que ellos pueden tener acceso a tal
diversidad. Y los Estados tienen él deber de poner a disposición pública
todas aquellas informaciones relativas al ejercicio gubernamental y
legislativo, en cualquiera de sus niveles. Más aún, si bien se entiende que
existe información cuyo secreto está vinculado a razones de necesidad, la
tendencia mundial gira en torno a que no existe razón para que esa
información sea confidencial «per secula seculorum», y debe establecerse una
fecha de desclasificación.
En décimo lugar, los Estados no pueden hacer uso de su poder de convocatoria
o de su disponibilidad de medios bajo su control para opacar a los medios no
oficialistas. Al único comunicador al que se le pone límites es al gobierno.
Esos diez puntos, casi mandamientos, están presentes tan sólo a medias en
algunos países. Hay legislaciones tercermundistas que los contravienen.
Acaso incapaces de entender que el mundo gira, y cambia, y el sol y la luna
salen y se esconden sin preguntarnos, muchos gobernantes y legisladores
están persuadidos que deben ser los grandes controladores, y que con ello
están cumpliendo una suerte de «deber patrio»… Flaco servicio se le hace a
la justicia, al progreso, al desarrollo, a los valores democráticos y a la
sociedad cuando se auspicia o apoya una ley de tan lamentable factura como
la anunciada Ley de Contenidos, o la Ley de Prensa con la cual ahora se nos
amenaza desde los predios de la presidencia de la Asamblea Nacional.
El mejor censor de una comunicación es el receptor, quien suele ser
lapidario en su juicio y categórico en su castigo, pues lo hace de la manera
más dura: regalando indiferencia. Es un acto de petulancia que desde el
poder se pretenda tomar decisiones que sólo nos competen a los individuos.
Teniente Chacón, le seguiremos escribiendo…