Dictadura o Democracia:Venezuela en la encrucijada
«¿Por qué un país que ha recibido durante casi dos siglos la sistemática prevención de sus más lúcidos espíritus continúa tropezando porfiadamente con la misma piedra? ¿Qué demoníaca falla genética impide la acumulación de experiencias y el debido aprendizaje, esa decantación de errores y aciertos que, metabolizados por la conciencia colectiva constituyen la esencia de la historia, la identidad y el espíritu de los pueblos? «
En el modesto aporte que hoy entrego a la discusión, protegido por el auspicio de mi querido amigo Américo Martín y apadrinado por AFORO, esa extraordinaria reunión de jóvenes talentos venezolanos, no se encuentran ni ideas ni pensamientos novedosos. Todo lo que en él se dice, está no sólo prefigurado, sino contenido de manera sucinta y con mayor carácter de urgencia en sus epígrafes. Pues el problema nacional, de que trata este libro y todos nuestros desvelos, no es reciente.
Es de muy vieja data. Lo dramático de estos turbulentos tiempos que corren es que han venido a demostrar que a pesar del ingente esfuerzo realizado por las últimas generaciones de venezolanos, de una u otra procedencia, de una u otra ideología, el país continúa prisionero y anclado en viejos, muy viejos problemas que no hemos logrado resolver. Tanto es así, que visto en una amplia perspectiva histórica pareciéramos estar viviendo añejos e irresueltos conflictos del pasado. Aquí radica posiblemente el más grave condicionante del problema nacional: en la carencia de una auténtica apropiación y superación de nuestras determinaciones históricas y en la conciencia inmediatista y espontánea con que encaramos los desafíos que el tiempo, ciegamente, nos impone. De todo ello hablaron con profundidad y grandeza nuestros mayores: desde Cecilio Acosta a mediados del siglo XIX hasta Mariano Picón Salas a mediados del pasado siglo. Asombra asomarse a las páginas de esa Suma de Venezuela de uno de nuestros más grandes pensadores y encontrarse con el diáfano espejo de nuestras actuales miserias. Ir incluso más lejos, hasta Level de Goda y tropezar con las mismas objeciones que un espíritu medianamente lúcido tendría que arrostrarnos hoy en día, ya en el umbral del tercer milenio.
Fue él quien en su Historia Contemporánea de Venezuela escribió en 1893: “las revoluciones no han producido en Venezuela sino el caudillaje más vulgar, gobiernos personales y de caciques, grandes desórdenes y desafueros, corrupción y una larga y horrenda tiranía, la ruina moral del país y la degradación de un gran número de venezolanos”. No es ciencia ficción: es el espejo del pasado mostrando las miserias de nuestro presente. Son tantos y tan reiterados los errores cometidos a lo largo de nuestra historia republicana, que Venezuela pareciera haberse hecho grande al margen y yo diría que casi a redropelo de los propios venezolanos. Con la excepción, y qué grandiosa excepción, del proceso democrático iniciado en los albores del 23 de enero de 1958 y llevado a cabo bajo la inteligencia y la conducción de los mejores hombres de la generación del 28.
Aún así y a pesar de tan auspiciosos inicios, la Venezuela contemporánea pareciera haber marchado al son de sus propios latidos, sin la injerencia de aquello que Picón Salas llamaba “los comandos”: “hombres que comprendan su tiempo, que se entrenen para la reforma con que debemos atacar nuestro atraso, que tengan la voluntad y coordinen sus esfuerzos” – comandos a cuya formación llamaba con urgencia desesperada en 1941, hace más de sesenta años. Sus palabras podrían ser suscritas hoy sin añadirles ni quitarles una coma. Ahondando incluso la urgencia. A juzgar por nuestras debilidades presentes, a juzgar por la inexistencia aún al día de hoy de una férrea, sólida y unida oposición, la respuesta al llamado de nuestro gran pensador pareciera constituir una asignatura aún pendiente. ¿Por qué un país que ha recibido durante casi dos siglos la sistemática prevención de sus más lúcidos espíritus continúa tropezando porfiadamente con la misma piedra?
¿Qué demoníaca falla genética impide la acumulación de experiencias y el debido aprendizaje, esa decantación de errores y aciertos que, metabolizados por la conciencia colectiva constituyen la esencia de la historia, la identidad y el espíritu de los pueblos? Hace medio siglo, Mario Briceño Iragorry se desgarraba ante esa misma interrogante y debía constatar con un pesimismo existencial casi imposible de sobrellevar, que Venezuela era un pueblo anti histórico. Hoy nos enfrentamos, cargados con la misma angustia, a la misma interrogante. ¿Sabremos resolverla? Quisiera confesarles que he amado este país, que he hecho profundamente mío, nada más asomarme a la portezuela del avión que me trajo pronto hará treinta años. Algo asimismo tan profundo e irrevocable como su indigente autoconciencia hace a Venezuela uno de los países más hermosos, más diáfanos, más generosos y más felices del planeta. Como lo relataron nuestros primeros visitantes, incluido von Humboldt, el más conspicuo de ellos, al parecer resulta imposible sustraerse al enamoramiento que provoca su hechizo. Tanto, que a veces recurro a un símil para explicar la devoción que suelen sentir por su nueva patria los inmigrantes: los venezolanos de nacimiento no pueden amar a su país sino como un hijo a su madre. Los venezolanos devenidos en tales en su adultez no cuentan con el tabú del incesto: podemos amar a Venezuela como a una amante.
Y antes que un nuevo país de adopción, considerarla una auténtica patria. Pueda que esa sea la razón del delirio que sentimos no pocos nacionalizados por esta tierra auténticamente de gracia. Entrego esta modesta contribución a la lucha por una Venezuela mejor desgarrado entre esos dos sentimientos: la pesadumbre por el problema nacional, que tanto nos agobia a tantos, y el amor entrañable por su calidez infinita. De la tensión entre ambos sentimientos debiera surgir la chispa que encienda nuestra inteligencia y fortalezca nuestra voluntad y nuestra generosidad. Venezuela, la perfecta suma de sus posibilidades, está ante nosotros. Sólo al terminar de revisar el manuscrito del libro que esta noche bautizamos, vine a reparar que adolece, entre muchas otras, de una grave falla: ni siquiera insinúa alternativas para un desenlace feliz a esta grave encrucijada en que hoy nos encontramos.
Cae con ello en la clásica malquerencia que signa el trabajo intelectual: poner el dedo en la llaga, no ayudar a cicatrizarla. Aunque bien sabemos que el primer paso hacia una justa rectificación de nuestros errores es comenzar por reconocer su existencia. Para insistir en ello: de entre los más graves, yo subrayaría un cierto canibalismo político, la evidente carencia de solidaridad entre los más importantes factores de la oposición, todavía incapaces de reconocer que la democracia es una muy frágil y riesgosa aventura que exige la más férrea, la más decidida y combativa unidad entre quienes tienen la alta responsabilidad de mantenerla viva. Esa carencia de solidaridad, impulsada tal vez por cierto oportunismo ante la siniestra oleada de apoliticismo que hizo carne en muy mala hora en el seno de nuestra sociedad, ha impido comprender que en política la pretensión de tabula rasa con el pasado que nos fundamenta suele destrozar el piso de quienes ingenuamente se creen a salvo y se consideran los depositarios de las nuevas veleidades.
Sólo recordaría a quienes creen poder profitar de un irracional rechazo a nuestros cuarenta años de democracia – los más fructíferos de nuestra historia republicana y de los que a pesar de los justificados pesares debiéramos sentirnos orgullosos – a Fernando Savater, quien dijera. “si no somos corresponsables del pasado, tampoco tendremos derecho a reclamarnos legítimos propietarios del futuro”. Me he preguntado a qué conceptos, a qué universo de ideas podríamos recurrir para diseñar un auténtico espacio de reencuentro y reconciliación entre todos los venezolanos, incluidos aquellos que han sido seducidos por el extravío del fascistoide autocratismo chavista.
No podía ser, desde luego, el de país, más cercano al meramente descriptivo de la geografía que al turbulento, vital y siempre en perpetuo movimiento de la sociedad que en él habita. ¿Dónde debieran reencontrarse los venezolanos hoy tan amargamente divididos, sus grupos de presión, sus partidos? ¿Cuál debiera ser su tarea? Intentando una respuesta, hubiera querido dedicar un capítulo de este libro al concepto de patria, tan cercano y tan vinculado al de familia, tan menguado entre los más desasistidos de nuestros compatriotas.
No es por casualidad: patria y familia son conceptos que están indisolublemente unidos. Y a pesar de haber servido a la canalla que ensangrentara el siglo pasado en las más espantosas guerras conocidas por la humanidad, creo llegado el momento de arrebatárselo a quienes lo malversaran, devolviéndolo a su más prístino significado: el de unidad histórica, espiritual, cultural y de propósitos que debiera cohesionar a una colectividad, más allá de sus diferencias y rencores. Y al reivindicar el concepto de democracia – hoy más anhelada que nunca-, hubiera querido trascender su desgastado valor: la comprensión de la política como mero reparto y administración burocrática de lo público, para situarlo en el ámbito utópico de la auténtica y decisoria participación de toda la sociedad en la elaboración del proyecto de país que queremos, plenamente concientes todos nosotros de nuestras responsabilidades, de nuestros anhelos y esperanzas, reivindicándonos así y pueda que por primera vez en nuestra historia como auténtica ciudadanía. Aún así: yo quisiera reivindicar hoy el concepto y el significado de tan hermosas palabras para pedirle a quienes tienen sobre sus hombros la maravillosa y pesada responsabilidad de la patria y la política, miraran más allá de sus inmediatos y alienados horizontes y se unieran por el bien de la patria y de la democracia, que antes que en nuestro pasado se hallan en nuestro posible e inmediato futuro. La patria a que quisiera convocarlos y la construcción de la democracia que quisiera pedirles no están ni estuvieron en el pasado: son la utópica figura de una sociedad auténticamente libre y reconciliada consigo mismo y sus mejores valores, hoy pervertidos. Por ello y para finalizar, volvería a recordar el ruego de Mariano Picón Salas, uno de nuestros más preclaros y admirables espíritus, quien en 1939 recomendaba “oponer al azar y la sorpresa de ayer, a la historia como aventura, una nueva historia sentida como plan y voluntad organizada” Que este libro sea, en su modestia, un aporte que contribuya a hacer de ese viejo deseo una tangible realidad. Muchas gracias.