Opinión Nacional

Dialéctica de la intolerancia

No por ser demasiado obvio hay que dejar de subrayarlo; ¿acaso todos no sabemos ya que la intolerancia como razón política es hija bastarda del sectarismo? Todos los que habitamos esta casa grande y generosa que llamamos Venezuela sabemos demasiado bien que el país no es un patrimonio exclusivo de una determinada facción político-partidista; la nación no es propiedad exclusiva de una taifa organizada de delirantes adoctrinados para la exclusión y la segregación social y política. A algún trasnochado “leninista” de la socialdemocracia venezolana, -en realidad poco importa quién fue- se le ocurrió decir alguna vez que este país era de todos y había que construirlo entre todos; ergo entonces, mal se puede hoy volver al espíritu levantisco de las montoneras decimonónicas en nombre de unos pegostes ideológicos indigestos que apelan a la necrofilia mnémica del heroísmo patriotero. El fervor doctrinario que se respira por doquier; la bullaranga cuasi-evangélica que ostenta el patriotismo de nuevo cuño no admite por ningún motivo una mínima expresión de disenso. El rasgo característico que define el nuevo amanecer de la novísima e inmaculada civilización republicana que está naciendo ante nuestros estupefactos ojos de asombro es la regimentación uniforme de un pensamiento homogéneo y monolítico. Quienes suscriben y acatan sin rechistar los inapelables lineamientos del programa máximo de la revolución venezolana tienen, por supuesto, la bendición del mandarinaje que piensa y dirige el timón de la nave estultífera del cambio pacífico y democrático. La lógica de la gran mutación societaria que se está llevando a cabo en Venezuela es rigurosamente binaria y binarista: los que apoyan resueltamente el proyecto y el proceso revolucionario; esos son los imprescindibles. Son el combustible del motor de la Historia, la chispa que habrá de prender e incendiar la pradera de la corrupta sociedad enajenante, burguesa y mercantilista que heredamos de la teratología puntofijista, adeco-copeyana-convergente. No como dijo Joao Guimaraes Rosa, que el río tiene tres orillas; no señor, el torrente revolucionario deslindó dos grandes, antagónicos e irreconciliables bandos: los revolucionarios irreductibles, poseedores de la verdad absoluta, defensores impenitentes del proceso de transformación social, económica, política y cultural, artífices del nuevo Orden civilizatorio bolivariano y los contrarevolucinarios, reaccionarios, retrógrados, rémoras del pasado y usufructuantes de los privilegios que le obsequiaban dadivosamente las cúpulas podridas del neoliberalismo salvaje.

La revolución no admite medias tintas; no hay matices en el inexorable proceso histórico-social. El máximo tribunal inapelable de la Historia ya dictaminó su resolución definitiva; los que tienen el deber indefectible de “legitimar” la nouvelle histoire que dividirá el devenir nacional en un antes y un después de la revolución. Quienes vociferen y se desgañiten tras las banderías y los heroísmos cívicos-militares de la patria nueva estarán exonerados de culpas y “no lamentarán más la ofendida belleza ni el imposible amor” –como dijo Ramos Sucre el sobrino del Gran Mariscal-. De ellos será el reino de los cielos porque son cordero de Dios. La contrapartida dialéctica de la misma Historia que todo lo arrasa con su torbellino revolucionario la conformarán quienes –sabiéndolo o no- se hacen merecedores del triste adjetivo de traidores a la patria, anti-bolivarianos, corruptos, irrecuperables, gusanos degenerados puntofijistas y demás perlas y linduras de la lexicografía gubernativa. Todo lo anterior viene a colación porque cuando tenemos a frente a nosotros, pendiendo sobre nuestras cabezas, la espada de Damocles de la regimentación doctrinarista es que todas la opciones éticas e intelectuales comienzan a supeditarse a la cosmovisión monolítica y uniformizante que todo lo trueca en su contrario.

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