Deyalitza Aray
Al no tomar en serio los insultos que lanza el oficialismo a los diputados de la oposición, se los convalida.
Los que llaman «traidores a la patria» a sus adversarios continúan una tradición horrible, niegan la humanidad de sus prójimos, por eso los llaman escuálidos, escoria, gusanos, aunque también digan que a ellos los posee un amor infinito, imitando sin saberlo al mismo Robespierre. Detrás de esos vejámenes se asoma una amenaza, abren la puerta para la arbitrariedad y la violencia, hasta ahora menor en Venezuela.
Los que reparten insultos se arrogan el privilegio mentiroso de representar la moral; cierran los ojos ante la corrupción de los suyos, el afán de enriquecimiento, el surgimiento de una nueva clase de privilegiados. Se comportan así porque creen representar una fantasía, la historia. Ojalá que, de nuevo, no se compruebe que las palabras matan con la eficacia de las balas.
En las revoluciones sangrientas a los adversarios los matan. En Venezuela, los aniquilan moralmente, pero si se dieran las condiciones se iría más lejos, como ocurrió en la revolución francesa al emplear la guillotina; en la soviética, el Gulag, y en la cubana, los fusilamientos.
Hay una lógica infame en llamar traidores a la patria a los diputados de la oposición.
Imaginan la historia como una marcha triunfal hacia la realización del reino de Dios en la tierra, cierran los ojos ante Pudreval, el Fonden, y otras perlas. Por ese camino ya impidieron circular un periódico mediante una simple decisión de un juez, el caso de Sexto Poder En democracia los partidos, aun en una lucha sin cuartel, reconocen el derecho a existir de los oponentes, al final de un debate dialogan, buscan un terreno común. Cuando se rechaza la búsqueda del consenso queda el camino de la confrontación y la violencia; cuando se ha dividido a la sociedad en dos partes irreconciliables, si la oposición derrotara electoralmente a los iluminados por la historia, surgirían muchas justificaciones para salvar al propio pueblo de una decisión errada, para no reconocer, falsear, un resultado electoral, a menos que las circunstancias impidan hacerlo, que la derrota haya sido aplastante. Como debe ser.
A la hora de insultar el chavismo arranca con ventaja, echa mano de la tradición de las revoluciones terribles, estudiadas magistralmente por Ángel Bernardo Viso en un libro clásico.
En el chavismo no todos aprueban los excesos. Una locura tonta como el proyecto de ley de arrendamiento de apartamentos ha sido criticado por Hidelgard de Sansó. Según comenta un semanario, recordaba que en Venezuela nunca ha estado desprotegido el inquilino.
En la Asamblea, con razón Miguel Ángel Rodríguez no presentó la otra mejilla hasta que se la triturarán. Y una diputada de Puerto Cabello, desconocida para este cronista, Deyalitza Aray, pidió a los chavistas reconocer la dignidad y la honestidad de asambleístas como ella, y en tono convincente puso en evidencia la barbarie que esconden esos insultos. Habló en primera persona, desarmó a sus agresores, ni un diputado oficialista contestó sus palabras.
Algo frena a los radicales en el chavismo: el temor que tiene el Presidente del daño que sufriría su imagen en América Latina si las amenazas se convirtieran en violencia abierta, lo que no es imposible pero hoy poco probable.
Eso sí, hay que responder los insultos con inteligencia, pegar donde duele.