Opinión Nacional

Destino universal de los bienes

Diagnóstico compartido, la inmensa mayoría de los venezolanos no accede a los bienes y servicios que son indispensables para la vida y el vivir. Lo curioso es que, en nombre de tamaña injusticia, sometidos quirúrgicamente a una perversa demagogia, la situación se ha agravado y de ello muy bien da cuenta la más reciente publicación del Indice de Desarrollo Humano.

El modelo en curso, lejos de permitir el debate sobre la cuestión social, lo ha sepultado debajo de las grandes paladas de miserables consignas. Nuevamente, es el Estado y, obviamente, quien lo conduce férreamente, el dueño de todo lo que existe y los venezolanos de carne y hueso, apenas, un accidente.

El Episcopado Latinoamericano bien señaló en Puebla, que los bienes y las riquezas del mundo por su origen y naturaleza- son para servir a la efectiva utilidad y provecho de todos y cada uno de los hombres y pueblos. Derecho primario y fundamental, inviolable y absoluto, encuentra un medio eficaz en la propiedad privada, sobre la cual “grava una hipoteca social “, dirigido a la realización de la persona humana (Nr. 492). Por consiguiente, reconocida la función social de la propiedad, ésta es un instrumento de realización del destino universal de los bienes: el Estado, propietario de todo cuanto existe, lejos de realizar tal principio, nos somete al arbitrio, los caprichos, las ocurrencias y cualesquiera de las patologías que padezcan sus conductores.

No olvidemos las lecciones que la historia arroja, por obra de los totalitarismos que, en nombre de la redención de los pueblos, los condenaron a la miseria y a la esclavitud. El llamado socialismo real, el ya remoto y el espeluznantemente cercano, como el cubano, cuenta con un enorme catálogo de ejemplos y la constante apelación a la violencia, a la épica prefabricada y el descaro inaudito, para acallar las voces de protesta.

El régimen prevaleciente en Venezuela, el del socialismo campamental, ha iniciado una ofensiva contraria a la constitución y a las leyes que se ha dado, empleando a fondo las armas que monopoliza: la pólvora mediática que sigue a la desenfadada exhibición y amenaza de un armamento adquirido (y por adquirir), a costa del hambre, las enfermedades y, en fin, la supervivencia de los venezolanos. Se dirá de otra macabra estrategia electoral para profundizar artificialmente en una polarización social que le ha rendido dividendos, pero lo cierto es que, el prófugo del siglo XIX que funge de mandatario nacional, adelanta un proyecto de clara afiliación marxista. O, corrijamos, de comunismo interesado, hecho a la medida, como ocurriera con Fidel Castro.

Alucinación del poder que le pone gasolina a una situación difícil, fracasado el capitalismo de Estado en Venezuela, estorba la modernización económica con equidad social, e –indolente ante el sufrimiento de los más pobres- surge el decreto contra todo dueño de empresa que pueda emplearlos y abrir así la esperanza de hacerlos propietarios: todos deben desaparecer de la faz de la tierra. Como deberá desaparecer cualquier posibilidad de acceder a una vivienda decente, adquirir un automóvil, consumir determinados productos, ya que todos somos títeres o maniquíes de un Estado que adquiere vida propia en la persona de su máximo dirigente.

Los socialcristianos abogamos por una economía al servicio del hombre, por el acceso solidario a todos los bienes y servicios, reconociendo la necesidad de ahondar en el reconocimiento de la propiedad por el derecho positivo para que cada hombre y cada pueblo puedan realizarse dignamente. No es el Estado el que puede proveer y satisfacer todas nuestras demandas, exigencias y reclamos, concediéndonos una migaja, sino es la persona humana en comunidad la que puede –reclamándole condiciones, emplazándolo para que cumpla con sus misiones esenciales – conquistar en libertad un nivel superior de vida.

La propiedad no es incompatible con el principio del destino universal de los bienes, sino –al contrario- la mejor modalidad para realizarlo. Ocurrió, varias generaciones lograron levantar una empresa a contrapelo de lo que fue el capitalismo de Estado en Venezuela, pero –desconocida la titularidad- deben cerrar y con ella se van las esperanzas de empleo de miles de venezolanos que algún día quisieron ser también emprendedores.

Nada hay del postcapitalismo de Peter Drucker y, menos, del debate que los democristianos hemos protagonizado en relación a la propiedad. Unicamente queda el saldo de un burdo, elemental y torpe expediente: arrasar con todo síntoma o indicio de autonomía, de independencia, de libertad de un pueblo al que se le dificulta en demasía su condición ciudadana.

En una ocasión señaló Eduardo Frei Montalva que si le dieran a elegir entre el pan y la libertad, él optaría por la libertad para seguir luchando por el pan. Huelgan los comentarios.

II.- El sorteo entre los desfavorecidos

Ojalá hubiese un estudio sobre las personas que un buen día dejaron su condición parlamentaria, como fruto -por lo demás, comprensible- del juego político. Imaginamos que siguieron trabajando en otros campos e, incluso, haciendo política fuera de la órbita burocrática. No obstante, ahora la tendencia se revierte.

Quedaron más de veinte de los actuales diputados, fuera de toda posibilidad de reelegirse. Y, prestos al rumor, acudieron a la vicepresidencia de la República para protagonizar una rueda de prensa, reiterando su adhesión revolucionaria. Se ha dicho de una lista de cargos, dentro y fuera del país, que no sólo los tienta, sino los pone a rivalizar en aras de una embajada o un consulado.

Curioso sorteo para quienes tuvieron ocasión de engrosar una fracción parlamentaria que se mantuvo y mantiene de espaldas al país. Sentimos pena ajena cuando los vimos por televisión con el rostro ajado por una fingida sonrisa, quejándose como desempleados políticos.

En adelante, será cosa de la Gaceta Oficial. Si acaso.

III.- R.B.

Difícil síntesis, condensación de múltiples estudios biográficos, evidente ventaja la de haber laborado en la fundación que lleva su nombre, notoria por la quirúrgica precisión de los datos: María Teresa Romero ha publicado “Rómulo Betancourt (1908-1981)” [ El Nacional – Banco del Caribe, Caracas, 2005]. La periodista, con doctorado en ciencias políticas, incursiona en la trayectoria de uno de los reyes de la baraja, recordando a Francisco Herrera Luque, aunque intenta poner en juego a Miguel Otero Silva, en distintas ocasiones (17, 19, 21, 28, 45). Empero, la tentación politológica da sus puntadas en la obra, señalando a la “sociedad civil caraqueña” de 1928 (27), arrancando 1958 con la conocida tesis de Juan Carlos Rey (112) e, incluso, tratándose de un ensayo de divulgación, enunciando como un desbordamiento de la “paciencia de los venezolanos” el intento plebiscitario de la dictadura(104), cuando pudo entrar a discutir sobre las interioridades de las fuerzas opositoras al caer Pérez Jiménez. Por lo demás, reivindica las dos instancias institucionales de conducción en AD, la clandestina y la del exilio, dándose ésta un estatuto orgánico (106 ss.); reconoce la astucia betancourista (¿por qué no, betancourtista?), al proponerse arribar de nuevo a la jefatura del Estado (113), redondeando –luego de alcanzarla- la transmisión del poder al “hermanito” Leoni (115), ahorrándose disquisiciones sobre nombres como Luis Augusto Dubuc.

El líder adeísta constituyó una curiosidad del país que lo supo también como centro de sus pasiones, a favor y en contra. Desde muy temprana edad, pareció asegurarse una futura y destacada actuación como litigante, al laborar en un prestigioso bufete, y jurista, al promover revistas especializadas (22, 36). Sin embargo, el joven inquieto que maltrataría Vallenilla Planchart en “Escrito de memoria”, mediante algunos comentarios racistas, optó por abrirse paso en la política práctica y, algo que extrañamos en la Venezuela de hoy, en la que no teme pensar y pensarse con miras al futuro.

Aproximarse a la versión de Romero, significa colar las actuales circunstancias en medio de las que Betancourt protagonizó décadas atrás e, inevitable, preguntarse sobre la discusión en el seno de la oposición cuando las corrientes democráticas decidieron incorporarse al congreso lopecista, cumpliendo con una “labor invalorable en la introducción y freno de leyes y medidas progresistas” (58), o la reedición mejorada y aumentada de un personaje como Juan Franco Quijano, “técnico” electoral del gobierno para las elecciones municipales de 1942 (77). Al parecer, repetimos la historia y las historias, creyéndonos todos frente a una novedad: olvidamos pronto, quebramos la sucesión de acontecimientos con facilidad para sorprendernos ante una agenda que ha sabido de mil versiones.

Hay errores involuntarios, más que de tipeo, propios de la utilización de los “correctores” informáticos, como citar a Raúl Ramos “Jiménez” (116), antojándonos que Paz Galárraga impulsó la candidatura presidencial de Prieto Figueroa por 1967, y no al revés (124). La edición es impecable, sobria, llamativa, incorporado un marcalibros que anunciaba la transmisión de un programa de televisión alusivo a Betancourt para el 10 de los corrientes, avisándonos de una estupenda complementación de los medios impreso y audiovisuales.

Sentimos la necesidad de un estudio exhaustivo sobre Betancourt que pise los escalones de sendas categorías politológicas, más allá de la exactitud de la data o de las nuevas fuentes. Obviamente, Romero debió acogerse al formato de la colección (Biblioteca Biográfica Venezolana), pero creemos que ha contraido una deuda con sus lectores de siempre.

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