Desde el idioma del odio
Cada vez con mayor frecuencia, entre venezolanos, nos apropiamos de posiciones radicales y de un lenguaje que hasta no hace mucho nos era extraño: El idioma del odio, la condición de resentidos, el rechazo por el que piensa distinto y la animadversión por todo lo que venga de la acera política de enfrente.
Es que la política invadió nuestras relaciones más íntimas: nuestra familia, nuestro trabajo, nuestra fe. El entorno que considerábamos intocable se desangra de tirria, de antipatía por el que no sienta, piense y actúe de forma idéntica a la nuestra. Las relaciones se cubren de grietas. Será posible corregir algunas. Otras no; lucen demasiado profundas y se opta por abandonar un edifico que requirió años cimentar sobre bases que parecían infracturables y que hoy se resquebrajan al menor movimiento de un discurso excluyente.
No obstante, desde todas las esquinas se escuchan discursos llamando a la inclusión, a la participación, a la democracia, pues. Pero no, las oraciones carecen de sujeto. El asunto es desde el otro, a partir de ti, no de mí, comenzando por los demás, no por uno.
El mapa se adjudica zonas de ‘los chavistas’ y ‘la oposición’, territorios de ‘los rojos’ y ‘los otros’, círculos de ‘ellos’ y ‘nosotros’. Franjas delimitadas por ‘la burguesía’ y ‘el pueblo’, cinturones de ‘elite’ y ‘trabajadores’, espacios de ‘revolucionarios’ y ‘apátridas’. Periodistas separados por la línea divisoria del ‘imperialismo yanqui’ o la ‘revolución bolivariana’. Empresarios, médicos, maestros, artistas, traidores o con el proceso. Todos dejaron de ser lo que eran y ahora son algo más. Son un ‘eso’ pero de ‘aquí’ o de ‘allá’, de un lado o de otro. No del todo único. No del mapa completo. Solo de un pedazo. Se es de una parte y punto. O se ataca o se ensalza. Cero equilibrio, cero matices, cero grises. O se es, o no se es. O se es conspirador o se es bolivariano. O hijito de papá o estudiante revolucionario. Jamás ambas cosas. O se cree en un Jesús socialista o se es hipócrita. O conmigo o en mi contra.
El borde del precipicio está cada vez más cerca, más a la vista. Y la tentación de dejarnos caer en él nos atrae con mayor furia, con una fuerza que nos envuelve sin darnos cuenta. Hasta que revisándonos en unos de esos momentos de intimidad con nosotros mismo nos preguntamos qué será que pasó con aquél amigo que desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra, con el hermano que no hablamos hace tantísimo tiempo, con los alumnos que ya no nos preguntan, con los compañeros que no nos frecuentan, con el vecino que hace como que no nos ve. En fin, con aquellas relaciones que teníamos y a las que podía unirnos una mirada diaria en el ascensor de la oficina. ¿Qué pasó? ¿Cuánta responsabilidad tenemos en el abandono? ¿Cuánto de nosotros propulsó el rechazo? ¿Cuán sincera es nuestra propuesta de reconciliación?
No se puede ser incluyente únicamente con los que viven en mi calle o los que ven con mis propios lentes. No nos reconciliamos con los que no peleamos, o herimos o atacamos. La aproximación será sincera cuando, incluso entre los situados ‘en el mismo lado’ respetemos opiniones divergentes a las nuestras. Decir que el gobierno ha acertado en alguna medida no quiere decir que aceptemos todo lo que hace. Ni decir que la oposición erró en algún aspecto la hace reprochable en todas sus actuaciones. Tratar de mantener el equilibrio es difícil. Mucho. Especialmente cuando el reto implica aprender a escuchar a todos, cruzar al otro costado y dejar de hablar desde el idioma del odio, con la prepotencia del dios salvaje y sabelotodo, y abrir un camino a la conciliación y el acuerdo, respetando las diferencias propias de toda estructura social humana. De otro modo, en un futuro demasiado cercano, las cicatrices imborrables del mordisco colectivo nos llenarán de arrepentimiento.